La Sombra de la Preferencia: Una Historia de Dolor y Esperanza

—¡No quiero volver a esa casa, abuela! —gritó Lucía, con los ojos llenos de lágrimas y la voz quebrada, mientras apretaba mi mano con desesperación.

Esa tarde, el cielo de Buenos Aires estaba tan gris como el ánimo de mi nieta. Sentadas en el banco del parque, sentí el peso de sus palabras como un golpe seco en el pecho. Lucía tenía apenas doce años, pero sus hombros caídos y su mirada ausente me decían que cargaba con un dolor mucho más grande que su edad.

Todo comenzó hace unos años, cuando mi hija Laura decidió casarse con Julián, un exfutbolista venido a menos pero de buena familia. Laura siempre fue ambiciosa, siempre buscando lo mejor, lo más brillante. Cuando nació Valentina, la segunda hija, todo cambió. Laura se volcó en la pequeña como si Lucía hubiera dejado de existir. Yo lo notaba en los cumpleaños —la torta más grande para Valentina, los regalos más caros— y en los pequeños gestos cotidianos: un abrazo para una, una mirada fría para la otra.

—¿Por qué mamá no me quiere? —me preguntó Lucía una noche, mientras la arropaba en mi casa porque Laura había salido de viaje con Valentina y Julián.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle a una niña que a veces las madres también se equivocan? Que el amor no siempre es justo ni suficiente.

El problema se agravó cuando Julián perdió su trabajo y Laura tuvo que volver a dar clases en la universidad. El estrés la volvió más irritable y distante. Lucía se convirtió en la sombra de la casa: invisible, callada, cada vez más delgada. Empezó a faltar al colegio y a encerrarse en su cuarto. Yo intentaba intervenir, pero Laura me respondía con frases cortantes:

—Mamá, no te metas. Lucía siempre fue difícil. Valentina necesita más atención porque es más sensible.

Pero yo veía la verdad: Lucía se estaba apagando frente a mis ojos. Un día, la encontré llorando en el baño porque Valentina le había roto su único cuaderno nuevo y Laura ni siquiera la defendió. Esa noche, decidí que no podía quedarme de brazos cruzados.

—Laura, tenemos que hablar —le dije una tarde, mientras tomábamos mate en su cocina.

—¿Otra vez con lo mismo? Mamá, no exageres —me respondió sin mirarme.

—No estoy exagerando. Lucía está sufriendo. No puedes tratarla como si no existiera.

Laura suspiró y se encogió de hombros.

—No sé qué quieres que haga. Valentina es más cariñosa, Lucía siempre está enojada.

—¿No te das cuenta de que está así porque se siente rechazada? —le dije, conteniendo las lágrimas.

Laura se levantó bruscamente y terminó la conversación con un portazo. Esa noche, llamé a Lucía y le pedí que viniera a dormir a mi casa. Cuando llegó, traía una mochila pequeña y los ojos hinchados de tanto llorar.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Laura me llamó furiosa:

—¡Me estás robando a mi hija!

—No te la estoy robando. Solo quiero que esté bien —le respondí con firmeza.

Julián intentó mediar, pero estaba tan perdido como todos nosotros. La familia empezó a dividirse: algunos decían que yo exageraba, otros que Laura era una mala madre. En las reuniones familiares ya nadie hablaba del tema abiertamente, pero las miradas lo decían todo.

Lucía empezó terapia con una psicóloga del barrio. Poco a poco recuperó algo de color en las mejillas y hasta se animó a volver al colegio. Pero el daño estaba hecho: cada vez que veía a su madre o a Valentina, su cuerpo se tensaba como si esperara otro golpe invisible.

Un día, mientras cocinábamos juntas empanadas para vender en la feria del barrio —porque el dinero nunca alcanzaba desde que Julián perdió el trabajo— Lucía me preguntó:

—¿Vos creés que algún día mamá me va a querer como quiere a Valentina?

Me quedé helada. ¿Cómo responder sin mentirle? La abracé fuerte y le dije:

—No sé, mi amor. Pero yo te quiero con todo mi corazón y siempre voy a estar para vos.

Esa noche lloré en silencio. Me sentí culpable por no haber visto antes lo que pasaba bajo mi propio techo cuando Laura era chica. ¿Había hecho yo alguna diferencia entre mis hijos? ¿Estaría repitiendo ella mis errores?

Con el tiempo, Laura empezó a buscar ayuda profesional también. La presión social —y quizás la culpa— la obligaron a enfrentar sus propios fantasmas. No fue fácil: hubo gritos, reproches y muchas lágrimas. Pero poco a poco empezó a acercarse a Lucía. No fue un milagro ni un final feliz de telenovela; fue un proceso lento y doloroso.

Hoy Lucía vive conmigo durante la semana y pasa los fines de semana con su madre y su hermana. La relación sigue siendo tensa, pero al menos ya no hay indiferencia absoluta. A veces pienso que en Latinoamérica nos cuesta hablar de estos temas porque creemos que la familia siempre debe ser perfecta, pero la verdad es que nadie nos enseña cómo ser madres o abuelas perfectas.

A veces me pregunto: ¿cuántos niños como Lucía hay en nuestras casas? ¿Cuántas veces miramos para otro lado por miedo al qué dirán? ¿Y si el amor no alcanza para todos por igual? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?