La Sombra de la Traición

—¡Julián! —grité desde la cocina, apretando el cuchillo con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos—. ¿Otra vez se te olvidó sacar el pollo del congelador? ¡Te lo pedí dos veces!

Silencio. Solo el zumbido del televisor en la sala y el sonido de las teclas de su laptop. Me hervía la sangre. Seis días habían pasado desde esa noche y aún no nos dirigíamos la palabra. Seis días en los que la casa se llenó de un frío que ni las cobijas lograban disipar.

Todo comenzó el martes pasado, pero la verdad es que veníamos arrastrando este cansancio desde hace años. Julián y yo nos conocimos en la universidad Nacional, en Bogotá. Éramos inseparables: él, con su sonrisa fácil y sus sueños de ingeniero; yo, con mis ganas de comerme el mundo y mi terquedad santandereana. Nos casamos jóvenes, convencidos de que el amor era suficiente para sobrevivir a cualquier tormenta.

Pero nadie te advierte que la rutina es como una gotera: lenta, persistente, capaz de pudrir hasta los cimientos más sólidos. Entre los turnos dobles de Julián y mis clases en el colegio, apenas nos veíamos. Las conversaciones se reducían a listas de mercado y recordatorios para pagar los servicios.

Esa noche, después del grito, me encerré en el baño a llorar. No era por el pollo, ni por la cena arruinada. Era por todo lo que no decíamos. Por las miradas esquivas, por los mensajes que él contestaba a escondidas, por las risas que ya no compartíamos.

Al día siguiente, mi mamá me llamó desde Bucaramanga.
—¿Cómo están las cosas con Julián? —preguntó con esa voz suya que siempre huele a café recién hecho.
—Bien, mamá —mentí—. Solo estamos cansados.

Pero ella no se tragó el cuento. Las mamás siempre saben.

Esa tarde, mientras revisaba cuadernos en la sala, vi a Julián salir al balcón con su celular. Hablaba en voz baja, sonreía. Mi corazón latía tan fuerte que temí que él pudiera oírlo desde afuera. ¿Con quién hablaba? ¿Por qué ya no me miraba como antes?

Me sentí ridícula espiándolo, pero no podía evitarlo. La sombra de la traición se coló en mi pecho y no me dejaba respirar.

Esa noche dormimos espalda con espalda. En medio de la oscuridad, escuché su respiración tranquila y sentí ganas de despertarlo a gritos, de exigirle respuestas. Pero el miedo me paralizó: miedo a confirmar mis sospechas, miedo a quedarme sola en esta ciudad inmensa.

El jueves, mi hermana Camila vino a visitarme.
—¿Qué te pasa? —me preguntó mientras tomábamos tinto en la cocina—. Tienes cara de haber llorado toda la semana.

No pude más y le conté todo: la pelea absurda, el silencio, las llamadas misteriosas.
—¿Y si tiene otra? —susurré, avergonzada.

Camila me abrazó fuerte.
—Habla con él, Isa. No puedes vivir así.

Pero yo no podía. Cada vez que intentaba acercarme, algo me detenía: el orgullo, el dolor o tal vez ese resentimiento que crece cuando uno siente que da más de lo que recibe.

El viernes por la noche, Julián llegó tarde. Olía a trago y perfume barato. Me miró desde la puerta con ojos cansados.
—¿Vas a seguir sin hablarme? —preguntó con voz ronca.

No respondí. Me limité a recoger los platos y encerrarme en el cuarto. Escuché cómo tiraba las llaves sobre la mesa y cómo se desplomaba en el sofá.

Esa madrugada soñé que lo perdía para siempre. Me desperté empapada en sudor, con un nudo en la garganta.

El sábado fue peor. Julián se fue temprano y no volvió hasta entrada la noche. Yo pasé el día limpiando compulsivamente: lavé cortinas, moví muebles, hasta saqué las fotos del matrimonio del cajón donde las había escondido meses atrás. Miré nuestras caras sonrientes y sentí una punzada de nostalgia tan fuerte que tuve que sentarme en el piso a llorar.

Cuando Julián llegó, lo enfrenté por fin.
—¿Dónde estabas? —le pregunté sin rodeos.

Él me miró sorprendido.
—En casa de Andrés. Estábamos viendo el partido —respondió, pero sus ojos evitaban los míos.

—¿Y las llamadas? ¿Y los mensajes? —insistí—. ¿Por qué ya no me hablas?

Julián suspiró y se sentó frente a mí.
—No tengo a nadie más, Isa —dijo al fin—. Pero siento que ya no te importo. Que solo estamos juntos por costumbre.

Sus palabras me golpearon como un puño en el estómago. ¿Era posible que ambos sintiéramos lo mismo y nunca lo hubiéramos dicho?

Lloramos juntos esa noche. Hablamos durante horas: de nuestros miedos, de lo mucho que nos dolía habernos perdido entre las cuentas y los horarios apretados. Le confesé mi terror a quedarme sola; él me habló de su frustración por no poder darme una vida mejor.

Decidimos darnos una última oportunidad. No fue fácil: tuvimos que aprender a escucharnos otra vez, a perdonarnos por todo lo callado y lo gritado. Fuimos a terapia de pareja en un centro comunitario del barrio Restrepo; aprendimos a decir «te quiero» sin miedo al ridículo.

Hoy han pasado tres meses desde aquella pelea absurda por un pollo congelado. No somos perfectos; discutimos todavía por tonterías y hay días en los que quisiera mandarlo bien lejos. Pero también hay noches en las que nos reímos como antes y mañanas en las que me despierto agradecida por no haberme rendido.

A veces me pregunto: ¿cuántas parejas se pierden así, poco a poco, sin darse cuenta? ¿Cuántos matrimonios terminan no por una gran traición sino por miles de silencios acumulados?

¿Ustedes también han sentido ese miedo a perderlo todo por no atreverse a hablar? ¿Vale la pena luchar cuando parece que ya no queda nada?