La sombra de la traición: El reencuentro con la mujer del pasado de mi esposo

—¿Por qué estás aquí, Lucía? —La voz de mi esposo, Ernesto, temblaba detrás de la puerta cerrada. Yo, pegada al marco, sentía el frío del suelo filtrarse por mis pies descalzos. Era una noche húmeda en Medellín y el eco de sus palabras me atravesaba como un cuchillo.

No era la primera vez que escuchaba su nombre en nuestra casa. Lucía. La sombra de su pasado, la mujer que siempre había estado entre nosotros aunque nunca la hubiera visto en persona. Hasta esa noche.

—Solo quiero hablar —respondió ella, su voz suave pero firme, como si supiera exactamente el efecto que tenía sobre él… y sobre mí.

Mi corazón latía tan fuerte que temí que ambos pudieran oírlo. Me pregunté si debía entrar, enfrentarla, exigir respuestas. Pero mis piernas no respondían. Me quedé allí, atrapada entre el deseo de saber y el miedo a descubrir lo que ya intuía.

Esa noche fue el principio del fin. Ernesto salió del cuarto con los ojos rojos y evitó mirarme. Lucía se fue sin despedirse. Yo, en cambio, me quedé con una herida abierta y un millón de preguntas.

Pasaron los años. Aprendí a vivir con la duda, a fingir sonrisas en las reuniones familiares, a callar cuando mi hija Mariana preguntaba por qué papá ya no dormía en casa algunos días. Mi suegra, Doña Teresa, murmuraba en la cocina: “Las mujeres debemos saber perdonar”. Pero yo no podía. No entonces.

En Colombia, las apariencias lo son todo. Nadie quiere ser la esposa engañada, la que todos miran con lástima en la misa del domingo. Así que me tragué el dolor y seguí adelante. Trabajé doble turno en la panadería para no pensar. Mariana creció y se volvió mi razón para no derrumbarme.

Hasta que una tarde cualquiera, mientras esperaba el bus en la Avenida Oriental, la vi. Lucía. Más vieja, sí, pero con esa misma seguridad en los ojos. Dudé si acercarme o huir, pero ella me vio primero.

—¿Eres Laura? —preguntó, como si no supiera perfectamente quién era yo.

—Sí —respondí, sintiendo cómo se me apretaba el pecho.

—¿Podemos hablar?

No sé por qué acepté. Quizás porque estaba cansada de huir de fantasmas. Nos sentamos en una cafetería pequeña, lejos de miradas conocidas.

—Nunca quise hacerte daño —empezó ella, removiendo su café sin azúcar—. Ernesto y yo… fue antes de que ustedes se casaran. Pero después… él me buscó otra vez.

Sentí rabia, vergüenza y alivio al mismo tiempo. Rabia porque ella lo decía tan tranquila; vergüenza porque yo siempre había sospechado; alivio porque al fin alguien lo decía en voz alta.

—¿Por qué ahora? —pregunté—. ¿Por qué buscarme después de tantos años?

Lucía bajó la mirada. —Porque mereces saber la verdad. Porque yo también he sufrido por esto.

Me contó su versión: cómo Ernesto le prometió dejarme por ella, cómo al final ninguno de los dos tuvo el valor de romper nada. Cómo ella también perdió algo: su dignidad, su paz.

—No vine a pedirte perdón —dijo al final—. Solo quiero que sepas que tú no tuviste la culpa de nada.

Salí de esa cafetería sintiéndome más ligera y más rota a la vez. Caminé bajo la lluvia hasta mi casa y encontré a Mariana viendo novelas en el sofá.

—¿Mamá, por qué lloras? —me preguntó con esa inocencia cruel de los adolescentes.

No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y le prometí que siempre le diría la verdad.

Esa noche esperé a Ernesto en la sala. Cuando llegó, cansado y con olor a cigarrillo barato, le conté todo. No gritamos ni lloramos; solo hablamos como dos extraños que comparten un secreto incómodo.

—¿Todavía la amas? —le pregunté al final.

Él guardó silencio mucho tiempo antes de responder:

—No sé si alguna vez supe amar a alguien bien.

Dormí sola esa noche y muchas más después de esa. Pero algo cambió en mí: dejé de sentirme culpable por su traición. Empecé a salir con amigas, a reírme sin miedo a que me juzgaran. Incluso me atreví a bailar salsa otra vez en las fiestas del barrio.

Un día Mariana me preguntó si alguna vez había perdonado a su papá.

—No sé si lo he perdonado —le dije—. Pero aprendí a perdonarme a mí misma por no haberlo visto venir.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de que todas llevamos cicatrices invisibles. Algunas sanan con el tiempo; otras nunca cierran del todo. Pero todas merecemos una segunda oportunidad para ser felices… aunque sea solas.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas siguen viviendo en una mentira solo para no romper la imagen perfecta ante los demás? ¿Y tú… te atreverías a buscar tu propia verdad?