La Sombra de Mi Nombre: Soy Camila, No Valeria
—¡Te juro que no soy ella! —grité, con la voz quebrada, mientras mi madre me miraba con esos ojos llenos de nostalgia y decepción. El eco de mis palabras rebotó en las paredes del pequeño departamento en el barrio de San Cristóbal, en Buenos Aires, donde el olor a café y pan recién hecho solía darme seguridad. Pero esa tarde, todo olía a distancia y a recuerdos que no eran míos.
Había llegado a casa con el corazón latiendo fuerte, los resultados de los exámenes aún frescos en mi mochila. No eran perfectos, pero suficientes para que mamá y papá estuvieran orgullosos. Al abrir la puerta, escuché su voz —la de mamá— y otra, masculina, grave, como si viniera de otra época. Me deslicé hacia mi cuarto, sin hacer ruido, pero entonces escuché mi nombre… o mejor dicho, el nombre de ella.
—Valeria siempre fue tan aplicada —decía la voz del hombre—. ¿Y Camila? ¿Cómo va?
—Hace lo que puede —respondió mamá, con un suspiro—. Pero no es Valeria.
Sentí un puñal helado atravesarme el pecho. No era la primera vez que escuchaba esa comparación, pero nunca tan cruda, tan directa. Cerré la puerta con cuidado y me senté en la cama, apretando los puños hasta que las uñas se me clavaron en las palmas. ¿Por qué siempre tenía que competir con una sombra?
Valeria era mi hermana mayor. O mejor dicho, era el fantasma perfecto que habitaba nuestra casa desde que se fue hace cinco años. Nadie hablaba mucho de ella; sólo sabíamos que se había marchado a México con un novio y que desde entonces apenas llamaba. Pero para mamá, Valeria seguía siendo la hija ejemplar: la que sacaba dieces, la que nunca discutía, la que tenía el cabello lacio y oscuro como el suyo. Yo era Camila: la rebelde, la que usaba el pelo teñido de azul, la que escribía poemas tristes en los márgenes de los cuadernos.
Esa noche, durante la cena, papá intentó romper el silencio:
—¿Y cómo te fue en los exámenes, Cami?
Le mostré las notas. Él sonrió y me revolvió el pelo.
—¡Muy bien! —dijo—. ¿Ves? Si te lo proponés…
Mamá apenas levantó la vista del plato.
—Valeria sacaba mejores notas —murmuró.
La rabia me subió como un incendio. Dejé los cubiertos y salí corriendo al balcón. El aire frío me golpeó la cara y sentí las lágrimas arder en mis mejillas. ¿Por qué no podía ser suficiente? ¿Por qué siempre tenía que ser Valeria?
Esa noche no dormí. Me quedé mirando el techo, repasando cada momento en que mamá me había comparado con ella: cuando aprendí a andar en bicicleta (“Valeria lo hizo sin rueditas”), cuando llevé mi primer dibujo (“Valeria dibujaba mejor”), cuando me enamoré por primera vez (“Valeria nunca se distraía con chicos”).
Al día siguiente, en la escuela, le conté todo a mi mejor amiga, Luciana.
—¿Y si te vas vos también? —me preguntó—. Capaz así te extrañan.
Me reí entre lágrimas. No quería irme; quería quedarme y ser vista por quien era.
Esa tarde, al volver a casa, encontré a mamá llorando en la cocina. Dudé un momento antes de entrar.
—¿Mamá?
Ella se secó las lágrimas rápido.
—Nada, Cami. Cosas mías.
Me acerqué y le tomé la mano.
—¿Por qué siempre me comparás con Valeria? —pregunté, temblando—. Yo no soy ella.
Mamá me miró largo rato antes de hablar.
—Es difícil… —susurró—. Cuando Valeria se fue, sentí que perdía una parte de mí. Y a veces… a veces tengo miedo de perderte también.
Sentí un nudo en la garganta.
—Pero si seguís esperando que sea como ella… nunca vas a ver quién soy yo de verdad.
Mamá bajó la mirada y asintió en silencio.
Pasaron los días y las comparaciones siguieron, aunque más suaves. Pero algo había cambiado: yo ya no me callaba. Cada vez que mamá decía “Valeria esto” o “Valeria aquello”, yo respondía:
—Yo soy Camila. No Valeria.
Un día llegó una carta desde México. Era de Valeria. Mamá la leyó en voz alta:
“Querida familia,
Sé que hace mucho no escribo. La vida acá es difícil; extraño el mate de las tardes y las peleas tontas con Cami. Mamá, sé que esperabas mucho de mí… pero a veces siento que nunca fui suficiente para vos. Espero que puedas ver a Camila por lo que es: fuerte, creativa y valiente.”
Mamá rompió a llorar y me abrazó como nunca antes.
—Perdón —me susurró al oído—. Perdón por no verte.
A partir de ese día, nuestra relación empezó a sanar. No fue fácil; los fantasmas no desaparecen de un día para otro. Pero mamá empezó a preguntarme por mis poemas, a escuchar mis canciones favoritas y hasta me acompañó a una exposición donde leyeron uno de mis textos.
Papá también cambió; empezó a defenderme cuando mamá caía en viejos hábitos:
—Cami es única —decía—. Y eso es lo mejor que tiene.
Con el tiempo aprendí a quererme tal como soy: con mis errores y mis aciertos, con mi pelo azul y mis versos tristes. Aprendí que no tengo que ser la copia de nadie para merecer amor.
A veces todavía me pregunto si algún día dejaré de sentirme una sombra en mi propia casa. Pero ahora sé que mi luz es distinta… y eso está bien.
¿Alguna vez sentiste que vivías bajo la sombra de alguien más? ¿Cómo lograste encontrar tu propia voz? Me encantaría leer sus historias.