La sombra de otra: La historia de una nuera en tierras ajenas

—¿Por qué no preparas el arroz como lo hacía Lucía? —me preguntó doña Rosa, su voz cortante como el filo de un cuchillo, mientras yo intentaba no dejar caer la olla de nervios. Era la tercera vez esa semana que mencionaba a la exesposa de mi marido, y cada vez sentía que mi corazón se encogía un poco más.

Me llamo Mariana Torres, tengo treinta y dos años y nací en un pequeño pueblo de Jalisco. Cuando conocí a Andrés, pensé que por fin había encontrado a alguien con quien construir un hogar lejos del ruido y los chismes del pueblo. Pero nunca imaginé que el verdadero ruido sería el silencio helado de la casa de su madre en Guadalajara, donde cada domingo me sentía menos bienvenida.

—No te preocupes, mamá. Mariana cocina delicioso —intentaba defenderme Andrés, pero su voz era débil, casi temerosa. Él sabía que en esa casa la última palabra siempre la tenía doña Rosa.

Desde el primer día que crucé esa puerta, sentí la mirada de todos sobre mí. Su hermana, Patricia, apenas me saludaba. Su padre, don Ernesto, se limitaba a asentir con la cabeza mientras veía el partido en la televisión. Pero lo peor era la sombra de Lucía, la exesposa perfecta: guapa, educada, con una familia «de bien» y, según doña Rosa, la única mujer capaz de hacer feliz a su hijo.

Recuerdo una tarde lluviosa cuando llegué empapada a la casa después del trabajo. Doña Rosa me miró de arriba abajo y soltó:

—Lucía nunca llegaba tarde ni mojada. Siempre tan presentable.

Me mordí los labios para no llorar. Andrés me abrazó por detrás en la cocina, pero yo sentía que cada gesto suyo era observado y juzgado. ¿Cómo podía competir con alguien que ya no estaba pero seguía presente en cada conversación?

El problema central era claro: nunca fui suficiente para ellos. No importaba cuánto me esforzara, cuántos platillos típicos aprendiera a cocinar o cuántas veces ayudara a Patricia con sus hijos. Siempre había una comparación, una crítica velada.

Una noche, después de una cena tensa donde doña Rosa volvió a mencionar a Lucía —esta vez porque «ella sí sabía cómo tratar a los invitados»— exploté.

—¿Por qué no invitan a Lucía entonces? —dije, mi voz temblando entre rabia y tristeza.

El silencio fue absoluto. Andrés me miró con ojos suplicantes; Patricia frunció el ceño; don Ernesto ni parpadeó. Doña Rosa se levantó despacio y se fue al cuarto. Yo me quedé ahí, sintiendo que acababa de romper algo irremediablemente.

Esa noche Andrés y yo discutimos como nunca antes.

—No puedo más, Andrés. No soy Lucía ni quiero serlo. ¿Por qué no me defiendes?

—Es mi mamá… No quiero problemas —susurró él, bajando la mirada.

Me sentí sola como nunca antes. Recordé a mi madre en Jalisco diciéndome: «En esta vida, hija, uno tiene que hacerse respetar». Pero ¿cómo se hace respetar una nuera cuando todo está en su contra?

Pasaron los meses y las cosas no mejoraron. Un día recibí una llamada inesperada: Lucía quería hablar conmigo. Dudé en contestar, pero la curiosidad pudo más.

Nos encontramos en una cafetería del centro. Lucía era todo lo que decían: elegante, segura, amable. Pero también noté tristeza en sus ojos.

—Sé por lo que estás pasando —me dijo sin rodeos—. Yo también lo viví. Con doña Rosa nunca fui suficiente. Siempre había alguien mejor: una prima, una vecina…

Me quedé helada. ¿Cómo era posible?

—¿Y cómo lo soportaste?

—No lo soporté —respondió—. Por eso me fui.

Salí de esa reunión con sentimientos encontrados: alivio por saber que no era solo yo; miedo porque tal vez nunca lograría encajar; rabia porque Andrés parecía ciego ante todo esto.

Esa noche hablé con él con el corazón en la mano:

—Andrés, si no pones límites a tu familia, esto nos va a destruir.

Él lloró por primera vez desde que lo conocí. Me abrazó fuerte y prometió que iba a cambiar las cosas.

Las siguientes semanas fueron difíciles. Andrés empezó a defenderme abiertamente frente a su madre y su hermana. Doña Rosa se ofendió y dejó de hablarnos por un tiempo. Patricia nos bloqueó del grupo familiar de WhatsApp. Don Ernesto seguía viendo el fútbol como si nada pasara.

Pero algo cambió dentro de mí: dejé de buscar aprobación donde no la iba a encontrar. Empecé a salir más con mis amigas del trabajo, retomé mis clases de baile folclórico y hasta invité a mi madre a quedarse unos días con nosotros.

Un domingo cualquiera, mientras preparaba enchiladas para Andrés y mi mamá reía en la sala contando historias del rancho, sentí una paz nueva. No era la familia perfecta que soñé, pero era mía.

Con el tiempo, doña Rosa volvió a buscarnos. No fue fácil ni rápido, pero poco a poco aprendimos a ponernos límites y a respetarnos desde la distancia necesaria.

Hoy sé que nunca seré la nuera favorita ni la esposa perfecta según los ojos ajenos. Pero aprendí que mi valor no depende de comparaciones ni del pasado de otros.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven bajo la sombra de otra en sus propias familias? ¿Cuándo aprenderemos a dejar atrás los fantasmas y construir nuestro propio lugar?