La Sombra de un Yerno: Cuando Perdimos a Nuestra Hija

—¿De verdad no vas a venir, Mariana? —le pregunté con la voz temblorosa, apretando el teléfono como si pudiera transmitirle mi desesperación a través del plástico.

Del otro lado, el silencio era tan denso que podía escuchar mi propio corazón martillando en el pecho. Finalmente, su voz, tan lejana, tan distinta a la niña que crié, respondió:

—Mamá, no puedo. Esteban no quiere que salga hoy. Dice que es mejor que descansemos en casa.

Sentí que el mundo se me venía abajo. Era el cumpleaños número sesenta de su padre, y Mariana, nuestra única hija, ni siquiera se dignaba a venir. No era la primera vez que ponía a Esteban por encima de nosotros, pero esta vez dolía más. Mucho más.

Recuerdo cuando Mariana era pequeña y corría por el patio de nuestra casa en Medellín, con las rodillas raspadas y el cabello enmarañado. Siempre fue risueña, cariñosa, la alegría de la familia. Pero desde que se casó con Esteban, hace dos años, algo cambió. Al principio pensé que era normal, que todas las hijas se distancian un poco al formar su propio hogar. Pero esto… esto era otra cosa.

Esteban es de esos hombres que sonríen solo cuando les conviene. Siempre tan correcto, tan educado, pero con una mirada fría que nunca me convenció. Desde el principio sentí que no le gustábamos. Mariana empezó a visitarnos menos, a llamarnos solo cuando él no estaba cerca. Las reuniones familiares se volvieron incómodas; él siempre encontraba una excusa para irse temprano o para que Mariana no pudiera asistir.

—No te preocupes, Lucía —me decía mi esposo, Jorge, intentando calmarme—. Ya volverá. Es una etapa.

Pero yo sabía que no era una etapa. Lo veía en sus ojos cada vez que venía: la forma en que miraba a Esteban antes de responder cualquier pregunta, cómo evitaba hablar de su vida, cómo se disculpaba por todo.

La gota que colmó el vaso fue ese cumpleaños. Jorge preparó su plato favorito, bandeja paisa, y decoró la casa con globos y fotos antiguas. Los primos y tíos preguntaban por Mariana, y yo solo podía sonreír con tristeza y decir que estaba ocupada. Jorge intentó disimular su decepción, pero lo vi limpiarse una lágrima cuando pensó que nadie lo miraba.

Esa noche, después de que todos se fueron, me senté en la sala con Jorge. El silencio era pesado.

—¿Qué hicimos mal? —pregunté, sintiéndome derrotada.

—Nada, Lucía. No es culpa nuestra —respondió él, pero su voz sonaba hueca.

No pude dormir. Al día siguiente, decidí ir a buscar a Mariana. Caminé hasta su apartamento, un edificio moderno en El Poblado, muy diferente a nuestro barrio de toda la vida. Toqué el timbre y esperé. Cuando abrió la puerta, Mariana parecía sorprendida, casi asustada.

—Mamá, ¿qué haces aquí? —susurró, mirando hacia adentro.

—Necesito hablar contigo —le dije, suplicando con la mirada.

Me dejó pasar a regañadientes. El apartamento estaba impecable, pero frío, sin fotos familiares ni rastros de su infancia. Esteban apareció en la sala, con esa sonrisa falsa.

—Lucía, qué sorpresa —dijo, pero sus ojos decían otra cosa.

—Solo vine a ver a mi hija —respondí, intentando mantener la calma.

Nos sentamos en la cocina. Mariana no dejaba de mirar a Esteban, como esperando su aprobación para cada palabra.

—¿Por qué no viniste al cumpleaños de tu papá? —pregunté finalmente.

Mariana bajó la mirada. Esteban intervino antes de que ella pudiera responder:

—Lucía, Mariana y yo estamos muy ocupados últimamente. Además, creemos que es importante poner límites ahora que estamos formando nuestra propia familia.

Sentí una rabia sorda crecer en mi pecho.

—¿Límites? ¿Eso significa alejarse de quienes la amamos? —dije, mirando a Mariana.

Ella no respondió. Solo apretó las manos sobre la mesa.

—Mamá… por favor…

—¿Por favor qué? ¿Que acepte perderte? ¿Que acepte que este hombre te aleje de nosotros?

Esteban se levantó bruscamente.

—Creo que es mejor que te vayas, Lucía. No queremos discusiones en nuestra casa.

Me levanté también, temblando de rabia y dolor.

—Mariana, si algún día necesitas ayuda… si algún día quieres volver… aquí estaremos —le dije antes de salir.

Caminé de regreso a casa bajo la lluvia, sintiendo que el peso del mundo caía sobre mis hombros. Jorge me esperaba en la sala. Me abracé a él y lloré como no lo hacía desde que murió mi madre.

Pasaron semanas sin noticias de Mariana. Cada día revisaba el teléfono esperando un mensaje, una llamada. Nada. Empecé a notar pequeños cambios en mí: ya no tenía ganas de cocinar, ni de salir al mercado a conversar con las vecinas. Jorge intentaba animarme, pero él también estaba roto por dentro.

Un día recibí una llamada inesperada. Era Mariana. Su voz era apenas un susurro:

—Mamá… ¿puedo ir a casa?

Corrí a abrirle la puerta. Cuando llegó, traía los ojos hinchados y las manos temblorosas. Se abrazó a mí como cuando era niña y lloró durante minutos interminables.

—No puedo más —me dijo entre sollozos—. Esteban me controla todo el tiempo. No me deja verlos, ni trabajar, ni tener amigas. Me siento sola…

La abracé fuerte y le prometí que nunca más estaría sola. Esa noche dormimos juntas en su antigua habitación, rodeadas de sus peluches y fotos de infancia.

Al día siguiente hablamos con Jorge y juntos buscamos ayuda profesional para Mariana. No fue fácil; Esteban la buscó varias veces, incluso vino a la casa a gritar e insultar. Pero esta vez no estábamos solos: los vecinos nos apoyaron, la familia se unió y hasta la policía intervino cuando fue necesario.

Hoy Mariana está reconstruyendo su vida poco a poco. A veces llora por lo perdido, pero sonríe más seguido. Yo también estoy aprendiendo a sanar y a dejar ir la culpa.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres han perdido a sus hijas por culpa de un hombre controlador? ¿Cuántas familias callan por miedo o vergüenza? ¿Qué harías tú si tu hija estuviera en mi lugar?