La sombra en la calle y la verdad que nadie quiso escuchar

—¡Mamá, te juro que lo vi! ¡Estaba ahí, parado bajo la farola, mirándome!—. Mi voz temblaba mientras apretaba el borde de la mesa de la cocina. El sudor frío me recorría la espalda, y podía sentir cómo el corazón me latía en la garganta. Mi mamá, con el delantal aún puesto y las manos manchadas de masa para empanadas, me miró con esa mezcla de cansancio y escepticismo que le conocía tan bien.

—Ay, Lucía, otra vez con tus historias… ¿No ves que estamos en Semana Santa? Mejor ayúdame a pelar las papas y deja de asustar a tu hermanito—. Su voz era suave pero firme, como si quisiera protegerme de mis propios miedos.

Pero yo sabía lo que había visto. Eran casi las nueve de la noche del Jueves Santo, y la ciudad de Salta estaba en silencio, como si todos guardaran un secreto. Había salido a comprar pan para la cena cuando sentí esa presencia detrás de mí. Al principio pensé que era uno de los chicos del barrio, pero cuando me di vuelta, vi a ese hombre: alto, flaco, con una gorra vieja y una cicatriz en la mejilla. No dijo nada. Solo me miró con unos ojos tan vacíos que sentí que se me helaba la sangre.

Corrí a casa sin mirar atrás. Pero nadie me creyó. Ni mi mamá, ni mi papá —que apenas levantó la vista del televisor—, ni siquiera mi abuela Rosa, que siempre decía que yo tenía “la cabeza llena de cuentos”.

Esa noche no pude dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía esos ojos oscuros mirándome desde la esquina de mi cuarto. Escuchaba ruidos en la calle: un auto pasando, un perro ladrando, el viento moviendo las ramas del árbol frente a casa. Pero todo sonaba diferente, como si algo estuviera a punto de pasar.

Al día siguiente, Viernes Santo, mi mamá notó que no quería salir ni siquiera al patio. Me preguntó qué me pasaba y le conté otra vez lo del hombre. Esta vez suspiró y me abrazó fuerte.

—Lucía, hija, a veces la mente nos juega malas pasadas. Pero aquí estás segura—. Quise creerle, pero algo dentro de mí sabía que no era así.

Pasaron los días y el miedo no se fue. Empecé a faltar a la escuela porque no quería pasar por esa calle. Mis amigas —Mariana y Sofía— empezaron a alejarse porque decían que estaba rara. Mi papá se enojaba cada vez que escuchaba mi nombre en boca de los vecinos: “La hija de los Fernández anda diciendo que vio un fantasma”.

Pero no era un fantasma. Era real.

Una tarde, mientras ayudaba a mi abuela Rosa a regar las plantas en el fondo, escuché a mi mamá hablando por teléfono en voz baja:

—No sé qué hacer con Lucía… Está cada vez peor. No quiere salir, no duerme bien… ¿Y si necesita ayuda?—

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué nadie me creía? ¿Por qué era tan difícil confiar en mí?

Todo cambió un mes después. Era una tarde lluviosa y mi mamá fue al almacén de Don Ernesto a comprar arroz. Cuando volvió, traía la cara blanca como una sábana y las manos temblorosas.

—Lucía… vení—me llamó desde la puerta—. ¿Ese es el hombre que viste?—

En su celular tenía una foto: era él. El mismo hombre de la cicatriz en la mejilla. Resulta que Don Ernesto le había contado que ese tipo había estado rondando el barrio, preguntando por casas donde vivieran solo mujeres o niños.

Mi mamá se sentó conmigo en el sillón y lloró. Lloró como nunca antes la había visto llorar.

—Perdoname, hija… Te fallé. No te creí cuando más me necesitabas—

Me abrazó tan fuerte que sentí que todo el miedo se deshacía un poco dentro mío.

A partir de ese día, mi mamá fue mi aliada. Habló con los vecinos, fue a la comisaría y hasta organizó una reunión para alertar a todas las familias del barrio. Mi papá también cambió: empezó a preguntarme cómo me sentía y hasta me acompañaba a la escuela cuando podía.

Pero el daño ya estaba hecho. Durante meses sentí que estaba sola contra el mundo. Que mi palabra no valía nada porque era “solo una nena”. Me costó volver a confiar en mi familia y en mí misma.

Hoy, un año después, todavía tengo pesadillas algunas noches. Pero también tengo una mamá que me escucha y me cree. Y aprendí algo importante: a veces, decir la verdad es lo más difícil del mundo, sobre todo cuando nadie quiere escucharla.

¿Alguna vez sintieron que su voz no importaba? ¿Qué harían ustedes si nadie les creyera algo tan importante?