La Taza de Café y el Orgullo de Doña Mercedes

—¿Sabés lo que más duele? —me dijo Lucía, apretando la taza de café como si fuera lo único que la mantenía en pie—. No es la plata, ni siquiera la vergüenza de pedir ayuda. Es mirar a los ojos a alguien que podría salvarte y ver que no le importa.

El murmullo de la cafetería se mezclaba con el temblor de su voz. Yo no sabía si abrazarla o dejarla hablar. Habían pasado años desde que nos vimos en la facultad, cuando soñábamos con cambiar el mundo y no imaginábamos que el mundo podía cambiarnos tanto.

Lucía siempre fue fuerte. La que organizaba las marchas, la que defendía a los más débiles. Pero ahora, frente a mí, parecía una sombra de aquella chica. Me contó que después de casarse con Martín, todo fue cuesta arriba. Él perdió el trabajo en una fábrica de autopartes cuando cerró por la crisis. Ella, con dos hijos chicos y un sueldo miserable como maestra suplente, hacía malabares para llegar a fin de mes.

—¿Y tu suegra? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Lucía soltó una risa amarga.

—Doña Mercedes… —suspiró—. Vive en un departamento en Recoleta, tiene dos casas en Punta del Este y una cuenta bancaria que ni ella sabe cuánto tiene. Pero para ella, pedirle ayuda es como pedirle un pedazo de su alma.

Recordé a Doña Mercedes en el casamiento: elegante, distante, con ese perfume caro que llenaba el aire y esa mirada que parecía juzgarlo todo. Siempre había hecho sentir a Lucía como una intrusa.

—¿Le pediste ayuda directamente?

Lucía bajó la mirada.

—No me quedó otra. Cuando Martín se enfermó y no podíamos pagar los remedios, fui a su casa. Me recibió en el living, con ese sillón blanco que parece que nadie usa nunca. Le expliqué todo, le mostré las recetas… ¿Sabés lo que hizo? Me sirvió un té y me dijo: “Lucía, cada uno tiene que aprender a resolver sus propios problemas. Si te ayudo ahora, nunca vas a crecer”.

Sentí rabia por ella. ¿Cómo alguien podía ser tan fría?

—¿Y Martín? ¿No le dijo nada?

—Martín se siente menos que un perro —me confesó—. No quiere hablar con su mamá desde ese día. Se encierra en el taller a arreglar cosas viejas para venderlas por Mercado Libre. Yo hago tortas para vender en el barrio. Los chicos preguntan por qué no podemos ir al cine como antes…

El café se enfriaba entre nosotras. Afuera llovía, y la ciudad parecía tan gris como su historia.

—¿Nunca pensaste en dejar todo? —me animé a preguntar.

Lucía me miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas.

—A veces sueño con irme lejos, empezar de cero. Pero después veo a mis hijos dormir juntos para no tener frío, y sé que no puedo rendirme. No por mí, sino por ellos.

Me contó cómo la familia de Martín siempre la miró por encima del hombro. Que ella venía de un barrio humilde de Lanús, que su papá era colectivero y su mamá costurera. Que nunca iba a estar “a la altura” de los Gutiérrez Salazar.

—¿Sabés lo peor? —dijo—. Que a veces me convenzo de que tienen razón. Que soy menos. Que merezco esto.

No pude evitar tomarle la mano.

—No sos menos, Lucía. Sos más fuerte que todos ellos juntos.

Ella sonrió apenas.

—Eso decís porque sos mi amiga…

En ese momento sonó su celular: era un mensaje del colegio avisando que uno de sus hijos tenía fiebre y debía buscarlo urgente. Se levantó rápido, guardando las monedas justas para pagar su café.

—Gracias por escucharme —me dijo antes de irse—. A veces siento que si no hablo con alguien, me ahogo.

La vi salir bajo la lluvia, sin paraguas, apurada pero digna. Pensé en Doña Mercedes, sentada en su sillón blanco, rodeada de lujos pero sola. Y pensé en Lucía, luchando cada día sin ayuda, pero llena de amor por su familia.

Esa tarde volví a casa con el corazón apretado y una pregunta dando vueltas en la cabeza: ¿cuántas Lucías habrá en este país? ¿Cuántas madres luchan solas mientras otros miran para otro lado?

A veces me pregunto si la verdadera riqueza está en lo que tenemos… o en lo que estamos dispuestos a dar cuando alguien lo necesita.