La traición de Renata
—¡Renata! ¡Renata…!— Sofía sollozaba al teléfono, su voz se rompía como un vaso estrellado contra el piso. El reloj marcaba las dos de la madrugada y el eco de su llanto llenaba mi pequeño departamento en el centro de Ciudad de México.
—¿Qué pasó? ¡Habla ya! ¿Martín está bien? ¿Sofía, por qué no dices nada?— grité, sintiendo cómo la angustia me apretaba el pecho. Imaginé a mi amiga con las manos temblorosas, apretando el celular como si fuera lo único que la mantenía a flote.
—E-e-e… Andrés… ¡ay!— volvió a romperse en llanto. El nombre de mi esposo salió de sus labios como una maldición. Sentí que el mundo se detenía.
—¿Qué con Andrés? ¿Tuvo un accidente?— pregunté, pero en el fondo sabía que no era eso. Había algo más oscuro en su voz, algo que me heló la sangre.
El silencio se alargó. Solo escuchaba su respiración entrecortada y los autos lejanos en la avenida. Finalmente, Sofía susurró:
—Renata… perdóname…
No entendía nada. Mi mente giraba buscando respuestas imposibles. ¿Por qué me pedía perdón? ¿Qué tenía que ver Andrés en todo esto?
—Sofía, dime la verdad. ¿Qué hiciste?— exigí, sintiendo cómo la rabia y el miedo se mezclaban en mi garganta.
—Yo… yo… Andrés y yo…— su voz se perdió en un mar de lágrimas.
Sentí que me arrancaban el alma. No necesitaba escuchar más. La traición estaba ahí, desnuda y cruel, entre nosotras. Mi mejor amiga y mi esposo. Dos personas en quienes confiaba ciegamente.
Colgué sin decir palabra. El teléfono cayó al suelo y yo con él. Me quedé ahí, abrazando mis rodillas, mientras la ciudad seguía su curso indiferente a mi dolor.
Los días siguientes fueron un infierno. Andrés intentó hablar conmigo, pero no podía mirarlo a los ojos. Cada vez que lo veía, recordaba las risas compartidas con Sofía, las tardes de café, las confidencias sobre nuestros matrimonios. Ahora todo era mentira.
Mi madre vino desde Puebla al enterarse por mi hermana menor, Mariana. Se sentó a mi lado en la cama y me acarició el cabello como cuando era niña.
—Hija, nadie merece tus lágrimas. Pero tampoco puedes quedarte encerrada para siempre— me dijo con esa sabiduría campesina que siempre me molestó y hoy me sostenía.
No podía evitar preguntarme: ¿qué hice mal? ¿En qué momento mi vida se desmoronó así?
Una tarde, Sofía vino a buscarme. Tocó la puerta durante media hora hasta que Mariana la dejó pasar. La vi parada en la sala, los ojos hinchados y la voz temblorosa.
—Renata… por favor… déjame explicarte— suplicó.
La miré con todo el odio y el amor acumulados en veinte años de amistad.
—¿Explicarme qué? ¿Cómo fue que te acostaste con mi esposo? ¿O cómo pensaste que nunca me iba a enterar?— escupí las palabras como veneno.
Sofía se desplomó en el sillón y comenzó a llorar otra vez.
—No sé cómo pasó… Estaba tan sola… Martín siempre trabajando, tú tan ocupada… Andrés fue amable conmigo… Yo no quería…
La interrumpí levantando la mano.
—No me digas que fue un error. Los errores no duran meses. Los errores no destruyen familias— le dije, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos.
Ella asintió en silencio. Por primera vez vi a Sofía como una extraña. Alguien capaz de romper todo lo que habíamos construido juntas.
Andrés intentó justificarse también.
—Renata, yo te amo… Fue una estupidez… No significó nada…
Lo miré fijamente.
—¿Nada? Para mí lo fue todo. Tú eras mi hogar— respondí antes de pedirle que se fuera de la casa.
Las semanas pasaron entre abogados y discusiones familiares. Mi suegra me llamó para decirme que debía perdonar a Andrés «por el bien de los niños». No teníamos hijos, pero para ella eso era lo correcto: callar y aguantar como tantas mujeres antes que yo.
En el trabajo apenas podía concentrarme. Mis compañeros notaban mi tristeza pero nadie preguntaba nada directamente. Solo mi jefe, Don Ernesto, un hombre mayor y sabio, me invitó un café un día después del almuerzo.
—Renata, la vida es dura pero uno debe decidir si quiere ser víctima o sobreviviente— me dijo mientras revolvía su taza con parsimonia.
Esa noche escribí una carta para Andrés y otra para Sofía. Les agradecí por mostrarme quiénes eran realmente. Les deseé suerte y les pedí que no volvieran a buscarme.
Me mudé a un pequeño departamento en Coyoacán y empecé de nuevo. Tomé clases de cerámica los sábados y retomé mis estudios de psicología por las noches. Poco a poco fui reconstruyendo mi vida sin ellos.
A veces me encuentro con Sofía en el supermercado o en algún café del barrio. Nos miramos de lejos y bajamos la cabeza. Sé que ella también sufre, pero ya no es mi problema.
Andrés intentó volver varias veces. Me dejó flores en la puerta y cartas bajo la alfombra. Pero yo ya no era la misma mujer ingenua de antes.
Hoy puedo decir que soy más fuerte. Aprendí que la traición duele pero también libera. Que a veces hay que perderlo todo para encontrarse a uno mismo.
Me pregunto: ¿cuántas mujeres han callado historias como la mía por miedo al qué dirán? ¿Cuántas siguen viviendo con el enemigo bajo su propio techo? ¿Y tú, qué harías si tu mejor amiga y tu pareja te traicionaran así?