La traición de una tarde lluviosa
—¡Mariana! ¡Mariana, por favor, contesta! —La voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono, ahogada entre sollozos. El aguacero golpeaba el techo de lámina de mi casa en Medellín, y yo apenas podía oírla.
—¿Qué pasa, Lucía? ¿Por qué lloras así? —pregunté, sintiendo cómo la ansiedad me apretaba el pecho.
—No sé cómo decirte esto… —su voz se quebró—. Es Julián…
Sentí que el mundo se detenía. Julián era mi esposo desde hacía siete años. Lucía, mi mejor amiga desde la infancia. El silencio entre nosotras era tan denso como el aire antes de una tormenta.
—¿Qué pasó con Julián? ¿Está bien? ¿Tuvo un accidente? —pregunté, imaginando lo peor.
—No… no es eso… —Lucía sollozó más fuerte—. Yo… yo estuve con él. No sé cómo pasó…
Por un momento, no entendí. Mi mente se negó a procesar sus palabras. Pero entonces todo encajó: las miradas esquivas en las reuniones familiares, las excusas tontas de Julián para salir tarde del trabajo, los mensajes que Lucía borraba apresurada cuando yo me acercaba.
—¿Estuviste con él? —repetí, la voz apenas un susurro.
—Perdóname, Mariana… Yo no quería… Fue un error… —La lluvia afuera parecía acompañar su llanto.
Colgué sin decir nada más. Me quedé sentada en la cama, mirando la pared desconchada de mi cuarto, sintiendo cómo el dolor me atravesaba como una lanza. Mi hija Valentina dormía en la habitación de al lado, ajena a la tormenta que se desataba en el corazón de su madre.
Esa noche no dormí. Escuché los pasos de Julián cuando llegó a las dos de la mañana, el olor a aguardiente mezclado con perfume barato. Fingí estar dormida mientras él se desvestía y se metía en la cama a mi lado. Sentí su respiración en mi nuca y tuve que contener las ganas de gritarle todo lo que sabía.
A la mañana siguiente, mientras preparaba café y arepas para el desayuno, Julián entró a la cocina como si nada hubiera pasado.
—¿Dormiste bien? —preguntó, evitando mirarme a los ojos.
—¿Tú qué crees? —respondí fría.
Él se quedó callado unos segundos y luego suspiró.
—Mira, Mariana…
—No digas nada —lo interrumpí—. Ya sé todo. Lucía me llamó anoche.
Julián palideció. Se sentó en la mesa y se cubrió la cara con las manos.
—Fue un error… Yo estaba borracho… No significa nada…
—¿Nada? —sentí cómo me temblaban las manos—. ¡Era mi mejor amiga! ¡Eres el padre de mi hija!
Valentina entró corriendo a la cocina en ese momento, abrazando su muñeca rota. Me tragué las lágrimas y le sonreí como si nada pasara.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá vino desde Bello a quedarse conmigo. Se sentó en la sala con su rosario y me miró con esos ojos llenos de reproche y compasión.
—Mija, los hombres son así… Uno tiene que saber perdonar si quiere mantener la familia unida —me dijo una tarde mientras tejía una bufanda para Valentina.
Pero yo no podía perdonar tan fácil. Cada vez que veía a Julián, recordaba sus mentiras. Cada vez que pensaba en Lucía, sentía una rabia que me quemaba por dentro.
Un día, Lucía vino a buscarme. Tocó la puerta bajo la lluvia, empapada y temblando.
—Mariana, por favor… déjame explicarte…
La miré desde el umbral sin invitarla a pasar.
—¿Qué quieres que te diga? ¿Que te entiendo? ¿Que te perdono?
Ella bajó la cabeza.
—No espero que me perdones… Solo quiero que sepas que lo lamento de verdad. No sé qué me pasó… Me sentía sola, tú sabes cómo es vivir aquí, sin trabajo, sin nadie… Julián fue amable conmigo y yo… fui débil.
La lluvia seguía cayendo fuerte sobre el barrio. Vi en sus ojos el mismo dolor que sentía yo. Pero también vi miedo: miedo a perderme para siempre.
—Lucía, yo te quería como una hermana —le dije con voz quebrada—. Pero esto no tiene arreglo. No puedo confiar más en ti.
Ella asintió y se fue sin mirar atrás.
Esa noche hablé con Julián. Le dije que necesitaba tiempo para pensar, que se fuera de la casa por un tiempo. Él no protestó; recogió algunas cosas y salió bajo la lluvia sin decir adiós.
Las semanas pasaron lentas. En el barrio todos murmuraban: que si Julián tenía otra mujer, que si yo lo había echado por celosa, que si Lucía se había ido a vivir con su tía en Envigado para escapar del escándalo.
Mi mamá seguía insistiendo en que debía perdonar por el bien de Valentina.
—Mija, uno no puede criar una niña sola en este mundo tan duro —me decía cada noche antes de dormir.
Pero yo veía a Valentina jugar feliz con sus primos y pensaba: ¿qué ejemplo le doy si acepto una traición así?
Un día recibí una carta de Lucía. Decía que se iba a Bogotá a buscar trabajo y que esperaba algún día poder recuperar mi amistad. La leí varias veces antes de romperla en pedazos.
Julián venía cada semana a ver a Valentina. Me miraba con ojos tristes y me pedía otra oportunidad. Pero yo ya no era la misma Mariana ingenua de antes. Había aprendido a vivir sola, a tomar mis propias decisiones.
Una tarde, mientras veía el atardecer desde el balcón con Valentina en brazos, pensé en todo lo que había perdido: una amiga, un esposo, una familia unida. Pero también pensé en lo que había ganado: dignidad, fuerza y la certeza de que podía salir adelante sola.
A veces me pregunto si hice lo correcto al no perdonar a Julián ni a Lucía. ¿Es mejor vivir con el dolor de la traición o con la soledad del orgullo? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?