La traición digital: el secreto de mi nuera
—¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué justo ahora? —me pregunté mientras apretaba el celular con tanta fuerza que sentí que podía romperlo. El sudor frío me recorría la espalda, y el corazón me latía tan fuerte que temí que se me saliera del pecho. En la pantalla, la foto de Mariana, mi nuera, sonreía coqueta bajo otro nombre, pero era ella. No había duda. El mismo lunar junto al labio, la misma blusa azul que le regalé en Navidad.
No podía creerlo. ¿Cómo era posible que la esposa de mi hijo, la madre de mi nieta, estuviera en una aplicación de citas? ¿Qué buscaba? ¿Por qué arriesgarlo todo? Me senté en la mesa de la cocina, esa misma donde tantas veces le preparé a Daniel su desayuno antes de irse a la universidad. Recordé cuando llegó con Mariana, tan nervioso, presentándomela como el amor de su vida. Yo la recibí con los brazos abiertos, aunque en el fondo siempre sentí que algo no encajaba.
—¿Mamá, estás bien? —La voz de Daniel me sacó de mis pensamientos. Había llegado temprano del trabajo, como siempre que podía. Se acercó y me abrazó por detrás—. ¿Te preparo un café?
—No, hijo, gracias —respondí con voz temblorosa. No podía mirarlo a los ojos. Sentía que si lo hacía, descubriría todo lo que pasaba por mi mente.
Esa noche no pude dormir. Escuchaba los pasos de Mariana por el pasillo, el murmullo de su voz hablando por teléfono en el patio. ¿Sería él? ¿El hombre con el que chateaba? ¿O solo era mi imaginación volviéndose loca?
Al día siguiente, mientras Daniel llevaba a la niña al kínder, me armé de valor y enfrenté a Mariana en la cocina.
—¿Tienes algo que contarme? —le pregunté, mirándola fijamente.
Ella se quedó helada. Bajó la mirada y empezó a frotar nerviosamente sus manos.
—No sé de qué hablas, Rosa —respondió con voz baja.
—No me mientas —insistí—. Te vi en esa aplicación. Vi tus fotos.
Mariana se quedó callada unos segundos eternos. Finalmente suspiró y se sentó frente a mí.
—No es lo que piensas…
—¿Entonces qué es? —Mi voz se quebró—. ¿Por qué harías algo así?
Ella empezó a llorar. Lágrimas silenciosas caían sobre sus mejillas.
—Me siento sola, Rosa. Daniel trabaja todo el día, llega cansado y apenas hablamos. Yo… yo solo quería sentirme viva otra vez. No he conocido a nadie, te lo juro. Solo chateo… para no volverme loca.
Sentí una mezcla de rabia y compasión. ¿Cómo podía entenderla? Yo también fui joven una vez, también sentí soledad cuando mi esposo nos dejó y tuve que criar a Daniel sola en este barrio donde las mujeres siempre cargamos con todo.
Pero esto era diferente. Ahora era mi hijo el que podía salir herido.
Los días siguientes fueron un infierno. Mariana me suplicó que no dijera nada. Me prometió borrar la cuenta y luchar por su matrimonio. Pero yo no podía dejar de mirar a Daniel y preguntarme si debía contarle la verdad.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Mariana y Daniel discutir en el cuarto.
—¿Por qué ya no eres la misma? —le reclamaba él—. Siento que te alejas cada día más.
—No es eso… solo estoy cansada —respondió ella con voz apagada.
Me dolía escucharlos. Recordé todas las veces que Daniel lloró en mis brazos cuando era niño porque su papá no venía a verlo. ¿Iba a repetir la historia?
Esa noche me senté en la cama y recé como nunca antes. Le pedí a Dios una señal, una guía para saber qué hacer. No quería ser la causa de una ruptura, pero tampoco podía cargar con ese secreto para siempre.
Al día siguiente, mientras Daniel desayunaba, lo miré fijamente y sentí que debía hablar.
—Hijo… ¿eres feliz con Mariana?
Él me miró sorprendido.
—Claro que sí, mamá… bueno, últimamente hemos tenido problemas, pero nada grave. ¿Por qué lo preguntas?
Sentí un nudo en la garganta y no pude decirle nada más. Solo le acaricié la mano y le dije que lo amaba mucho.
Pasaron las semanas y Mariana parecía más atenta con Daniel y con la niña. Pero yo sabía que algo se había roto entre nosotras. Cada vez que me miraba, veía en sus ojos el miedo a ser descubierta.
Un día recibí un mensaje anónimo en Facebook: “Tu nuera sigue buscando hombres en internet”. Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Quién más sabía? ¿Y si Daniel se enteraba por otra persona?
Esa noche enfrenté a Mariana por última vez.
—Te di mi palabra de guardar tu secreto, pero no puedo seguir así —le dije—. Si amas a mi hijo, debes ser honesta con él.
Ella lloró desconsolada y me abrazó fuerte.
—Tengo miedo de perderlo…
—El miedo no puede ser más grande que el amor —le respondí.
Al final fue Mariana quien le confesó todo a Daniel. Hubo gritos, lágrimas y puertas cerradas de golpe. Pero también hubo abrazos y promesas de intentarlo otra vez. Decidieron ir juntos a terapia y luchar por su familia.
Ahora los veo reconstruirse poco a poco. A veces pienso si hice bien en intervenir o si debí quedarme callada. Pero sé que los secretos siempre terminan saliendo a la luz.
¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a su hijo? ¿Es mejor callar o enfrentar la verdad aunque duela? Ojalá alguien allá afuera tenga una respuesta para mí.