La última llamada de mamá

—¡Joaquín, apúrate que vas a llegar tarde! —grité desde la cocina, mientras el vapor del café empañaba la ventana y el frío de junio se colaba por las rendijas del departamento. Mi hijo, con la mochila colgando de un solo hombro y los audífonos puestos, apenas me lanzó una mirada antes de salir corriendo hacia la calle. Lo vi desde la ventana, mezclándose con otros chicos en uniformes gastados, todos apurados, todos con ese aire de urgencia que sólo tienen los jóvenes cuando creen que el mundo les pertenece.

Me quedé allí, mirando cómo desaparecía entre la neblina paceña, sintiendo ese vacío que sólo las madres conocen cuando sus hijos se alejan, aunque sea por unas horas. No sabía que esa mañana iba a ser distinta. No sabía que esa llamada iba a cambiarlo todo.

El teléfono sonó justo cuando me disponía a sentarme. El número era desconocido, pero contesté igual.

—¿Aló?

—¿Señora Valeria? —La voz era temblorosa, casi un susurro—. Soy la directora del colegio. Necesito que venga urgente.

Sentí cómo el corazón se me caía al estómago. No pregunté nada más. Me puse el abrigo encima del pijama y salí corriendo, bajando las escaleras del edificio como si el tiempo pudiera detenerse si yo me apuraba lo suficiente.

La directora me esperaba en la puerta del colegio, con el rostro pálido y los labios apretados. Me llevó a su oficina sin decir palabra. Allí estaba Joaquín, sentado, con la cabeza gacha y las manos temblorosas. Había un policía al lado.

—Señora Valeria —empezó la directora—, su hijo fue sorprendido con una bolsa de marihuana en su mochila.

Sentí que el mundo se me venía encima. Mi Joaquín, mi niño bueno, el que siempre me decía que no le gustaban las fiestas ni los amigos problemáticos. ¿Cómo podía ser?

—Mamá, yo no… —balbuceó él, pero el policía lo interrumpió.

—Señora, necesitamos que venga a la comisaría para hacer la declaración.

No recuerdo cómo llegué hasta allí. Todo era un torbellino: los murmullos de los otros padres en la puerta del colegio, las miradas acusadoras de los vecinos cuando vieron al patrullero frente al edificio, el frío que se metía hasta los huesos.

En la comisaría, Joaquín seguía diciendo que no era suyo. Que alguien se la había puesto en la mochila. Que él no sabía nada. Pero nadie le creía. Ni siquiera yo podía estar segura.

Esa noche no dormí. Me senté en la cama, mirando las luces de la ciudad desde mi ventana, preguntándome en qué momento había perdido a mi hijo. Recordé cuando era pequeño y me pedía que le leyera cuentos antes de dormir. Cuando lloraba porque tenía miedo a la oscuridad y yo le prometía que siempre iba a estar para protegerlo.

Pero ahora no podía protegerlo de esto. Ni de los rumores que empezaron a circular por el barrio: “La Valeria, la que se fue del campo para darle una vida mejor a su hijo, mira cómo terminó”. “Seguro ella también anda en cosas raras”.

Mi hermana Lucía vino a verme al día siguiente. Se sentó frente a mí con esa mirada dura que siempre tuvo.

—Te lo dije, Valeria. Ese chico necesitaba un padre. Pero tú siempre tan orgullosa…

—No empieces —le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por dentro—. Hice lo mejor que pude.

—¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a dejar que lo metan preso? ¿Vas a seguir creyendo en sus cuentos?

No supe qué responderle. Porque en el fondo tenía miedo de que tuviera razón.

Los días siguientes fueron un infierno. Joaquín fue suspendido del colegio mientras investigaban el caso. Yo tuve que faltar al trabajo para ir a reuniones con abogados y psicólogos. Cada vez que salía a la calle sentía las miradas sobre mí, como cuchillos clavándose en la espalda.

Una tarde, mientras preparaba arroz con leche —el postre favorito de Joaquín desde niño— él entró a la cocina y se quedó parado en silencio.

—Mamá… ¿Tú crees en mí?

Me quedé mirándolo largo rato. Vi sus ojos cansados, las ojeras profundas, las manos nerviosas jugando con el borde de su polera.

—Quiero creer —le dije al fin—. Pero necesito que me digas la verdad.

Él bajó la cabeza y murmuró:

—No era mía… pero sí sabía quién la puso ahí. No quise decir nada porque me amenazaron.

Sentí una mezcla de alivio y terror. Alivio porque mi hijo no era un delincuente; terror porque ahora estábamos metidos en algo mucho más grande.

Esa noche no pude dejar de pensar en todo lo que había sacrificado por venir a La Paz: dejar mi pueblo en Oruro, trabajar limpiando casas ajenas para pagarle una buena educación a Joaquín, soportar el desprecio de quienes creen que una mujer sola no puede criar bien a un hijo.

Al día siguiente fui al colegio y pedí hablar con la directora y el policía encargado del caso. Les conté lo que Joaquín me había dicho. Ellos dudaron al principio, pero finalmente aceptaron investigar más a fondo.

Pasaron semanas antes de que todo saliera a la luz: un grupo de chicos mayores estaba usando a los más pequeños para pasar droga dentro del colegio. Joaquín había sido una víctima más.

Cuando todo terminó y limpiaron su nombre, pensé que podríamos volver a ser como antes. Pero algo había cambiado entre nosotros. Joaquín ya no era mi niño; era un joven marcado por el miedo y la desconfianza.

Una noche lo encontré llorando en su cuarto. Me senté a su lado y le acaricié el cabello como cuando era pequeño.

—Perdóname por no haberte protegido —le susurré—. Perdóname por haberte traído a esta ciudad pensando que aquí estaríamos mejor.

Él me abrazó fuerte y me dijo:

—No es tu culpa, mamá. Pero ya no quiero vivir aquí.

Así fue como decidimos volver al pueblo. Dejé mi trabajo, vendí lo poco que tenía y regresamos a Oruro, donde al menos los peligros eran otros y las noches menos frías.

Ahora miro a Joaquín caminar por las calles polvorientas del pueblo, saludando a los vecinos con una timidez nueva pero sincera. A veces me pregunto si hice bien en traerlo de vuelta o si sólo estoy huyendo de mis propios miedos.

¿Hasta dónde puede llegar una madre para proteger a su hijo? ¿Cuántos sacrificios valen realmente la pena cuando lo único que queremos es verlos felices?