La Última Promesa de Mamá: Entre Lágrimas y Esperanza en San Miguel

—Juanito, ven, acércate, mi amor— susurró mi mamá, su voz apenas un hilo, pero aún cálida como el café recién hecho en las mañanas frías de San Miguel. El olor a medicina y a humedad llenaba la habitación, y el reloj viejo en la pared parecía marcar cada segundo con una crueldad especial. Me acerqué, tragando el nudo en mi garganta, sintiendo cómo el peso del mundo se me venía encima.

—Aquí estoy, mamá— respondí, intentando que mi voz no temblara. Ella me miró con esos ojos grandes, llenos de historias y cicatrices, y me sonrió como si quisiera grabar ese momento en mi memoria para siempre.

—Prométeme que cuidarás de tu hermana y que no dejarás que este dolor te quite las ganas de soñar—. Su mano temblorosa buscó la mía. —Prométemelo, Juanito.

Las lágrimas me ardían en los ojos. Mi hermana Lucía, de apenas nueve años, dormía en la otra habitación, ajena al drama que se tejía a nuestro alrededor. Mi papá nos había dejado hacía años, y desde entonces mamá había sido madre y padre, sosteniendo la casa con trabajos de limpieza y vendiendo empanadas en la plaza.

—Te lo prometo, mamá— susurré, aunque no sabía cómo iba a lograrlo. ¿Cómo se sigue adelante cuando el corazón se te rompe en mil pedazos?

Esa noche fue la última vez que escuché su voz. Al amanecer, la casa estaba más fría que nunca. Los vecinos llegaron con café y pan dulce, y mi tía Rosa se encargó de llamar al doctor del pueblo. El velorio fue sencillo; apenas unas velas y flores marchitas. Pero lo que más dolía era el silencio de Lucía, que no soltaba mi mano ni para ir al baño.

Los días siguientes fueron una mezcla de trámites y miradas de lástima. La directora del colegio me llamó a su oficina.

—Juan, sabemos por lo que estás pasando. Si necesitas faltar unos días…

—No puedo faltar— respondí con firmeza. —Tengo que cuidar a Lucía y seguir estudiando. Es lo que mi mamá quería.

La directora me miró con compasión, pero también con respeto. En San Miguel todos sabían lo difícil que era salir adelante sin familia ni dinero.

Las cosas se pusieron aún más difíciles cuando mi tía Rosa sugirió llevarse a Lucía a su casa en la capital.

—No puedes con todo, Juanito. Eres solo un muchacho— insistió ella una tarde mientras preparaba arroz con pollo.

—Lucía se queda conmigo. Es mi hermana y es lo único que me queda— respondí con rabia contenida.

Esa noche escuché a Lucía llorar bajito en su cama. Me acosté a su lado y le prometí que nunca la dejaría sola.

El dinero empezó a escasear rápido. Vendí la bicicleta vieja de mi papá y empecé a trabajar en la panadería del señor Ramiro después del colegio. Me levantaba antes del amanecer para hornear pan y regresaba tarde para ayudar a Lucía con las tareas.

Un día, mientras limpiaba mesas en la panadería, escuché a dos señoras hablar sobre nosotros:

—Pobres chicos… ¿Cómo van a salir adelante solos?

Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Por qué la gente siempre piensa que los pobres estamos destinados a fracasar?

Una tarde, Lucía llegó llorando del colegio porque una compañera le dijo que pronto nos separarían porque yo no podía cuidarla bien.

—Eso no va a pasar— le aseguré, abrazándola fuerte. Pero por dentro sentía miedo. ¿Y si tenían razón? ¿Y si no podía con todo?

Empecé a faltar más al colegio por el trabajo. La directora me llamó otra vez.

—Juan, eres un buen estudiante, pero así no vas a terminar el año. ¿Por qué no aceptas ayuda?

Me negué una vez más. No quería caridad ni que nos separaran. Pero cada día era más difícil mantener la promesa que le hice a mamá.

Una noche, mientras revisaba las cuentas y veía que apenas alcanzaba para pagar la luz, sentí una desesperación tan grande que salí corriendo al patio y grité hasta quedarme sin voz.

Al día siguiente encontré una carta bajo la puerta. Era de don Ramiro:

“Juanito: sé que la vida te ha dado duro, pero aquí tienes trabajo fijo y comida para ti y tu hermana mientras lo necesiten. No estás solo.”

Lloré como nunca antes. Por primera vez sentí que tal vez sí podía cumplirle a mamá.

Con el tiempo aprendí a pedir ayuda sin sentirme menos. Lucía empezó a sonreír otra vez y yo logré terminar el colegio gracias a una beca del municipio. A veces todavía me despierto en medio de la noche esperando escuchar la voz de mamá diciéndome que todo estará bien.

Hoy, mientras veo a Lucía hacer su tarea en la mesa donde mamá nos contaba historias, me pregunto: ¿Cuántos jóvenes como yo tienen que cargar con tanto dolor tan pronto? ¿Por qué en nuestro país parece tan difícil soñar sin miedo?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por cumplirle una promesa a quien más amaron?