La Última Promesa de Mamá: Entre Llantos y Esperanza en el Corazón de Chiapas

—Ven aquí, hijo, no te vayas todavía… —La voz de mi mamá, Rosa, apenas es un susurro entre el pitido constante de las máquinas del hospital general de Comitán. El olor a desinfectante y humedad se mezcla con el miedo que me aprieta el pecho. Tengo diecisiete años y siento que el mundo se me viene encima.

Me acerco a su cama, temblando. Su piel morena está más pálida que nunca. Me mira con esos ojos grandes que siempre supieron leerme el alma. —Prométeme que cuidarás a tu hermana, prométeme que no dejarás la escuela, aunque tu papá diga que es mejor que trabajes en el campo…

No puedo hablar. Siento un nudo en la garganta. Mi hermana Lucía, de apenas nueve años, duerme en una silla de plástico junto a la ventana. Afuera, la lluvia golpea el techo de lámina del hospital. Papá no está; se fue hace horas diciendo que tenía que buscar trabajo en la finca de don Ernesto. Siempre huye cuando las cosas se ponen difíciles.

—Mamá… —balbuceo—. No me dejes, por favor…

Ella sonríe con tristeza y me acaricia el cabello. —La vida no es justa, hijo. Pero tú eres fuerte. No repitas mis errores…

Recuerdo cuando era niño y mamá bailaba conmigo en la cocina mientras preparaba tortillas. Ahora sus manos tiemblan y apenas puede sostener las mías. El cáncer llegó sin avisar, como un ladrón en la noche, robándonos todo menos la esperanza.

—¿Por qué a nosotros? —le pregunto, casi enojado—. ¿Por qué siempre nos toca lo peor?

Ella suspira y mira al techo. —Porque somos pobres, hijo. Pero eso no significa que no podamos soñar…

Las palabras se quedan flotando en el aire. Siento rabia contra papá, contra Dios, contra el destino. Pero sobre todo siento miedo. ¿Cómo voy a cuidar a Lucía? ¿Cómo voy a seguir estudiando si apenas tenemos para comer?

Esa noche, mamá me cuenta un secreto: —Tu abuela era curandera. Decían que tenía manos milagrosas. Yo nunca creí en esas cosas, pero ahora pienso que tal vez sí hay algo más allá de este dolor…

Me aferro a sus palabras como si fueran un salvavidas. Cuando amanece, mamá ya no despierta.

El velorio es humilde: unas velas, café con pan dulce y los rezos de las vecinas. Papá llega borracho y grita que todo es culpa del gobierno, de los doctores, de cualquiera menos de él mismo. Lucía llora en silencio; yo la abrazo y le prometo que nunca la dejaré sola.

Los días siguientes son una pesadilla: la casa se siente vacía, papá desaparece por días enteros y yo tengo que vender pan en la plaza para comprar frijol y arroz. La maestra Guadalupe me llama aparte un día:

—José, ¿por qué no has entregado tus tareas? Tú eras uno de los mejores del salón…

Le explico mi situación y ella me mira con compasión. —No abandones tus sueños, muchacho. Tu mamá estaría orgullosa si te viera luchando así.

Pero la realidad es dura: una tarde encuentro a Lucía llorando porque papá le gritó y rompió su cuaderno. Me lleno de coraje y lo enfrento:

—¡Ya basta! ¡No tienes derecho a tratarla así!

Él me mira con ojos rojos y me empuja contra la pared. —¿Ahora tú eres el hombre de la casa? ¡Eres igual de inútil que tu madre!

Me trago las lágrimas y espero a que se vaya otra vez. Esa noche le preparo a Lucía un chocolate caliente con lo poco que queda y le cuento historias sobre mamá y la abuela curandera.

—¿Tú crees que mamá nos cuida desde el cielo? —me pregunta Lucía con voz temblorosa.

—Sí —le respondo sin dudar—. Y yo también te voy a cuidar siempre.

Con el tiempo, aprendo a hacer milagros pequeños: consigo una beca para seguir estudiando en la prepa nocturna; vendo pan y dulces en la plaza; ayudo a Lucía con sus tareas; incluso aprendo a remendar ropa para ahorrar dinero.

A veces siento que no puedo más. Que el peso es demasiado grande para mis hombros jóvenes. Pero entonces recuerdo la última mirada de mamá, su voz suave pidiéndome que no repita sus errores.

Un día, papá regresa más sobrio de lo habitual y me pide perdón entre sollozos. Me cuenta que también tiene miedo, que no sabe cómo ser padre sin mamá. Nos abrazamos los tres por primera vez desde su muerte.

La vida sigue siendo dura: hay días en que solo comemos tortillas con sal; otros en los que Lucía se enferma y tengo que pedir ayuda a los vecinos para comprar medicinas. Pero cada vez que siento que voy a rendirme, cierro los ojos y escucho la voz de mamá:

—No repitas mis errores…

Hoy estoy por graduarme de la prepa. Lucía sonríe más seguido y papá ha dejado de beber tanto. A veces pienso en todo lo que perdimos, pero también en lo mucho que hemos aprendido juntos.

¿Será verdad que el amor de una madre puede salvarnos incluso después de su partida? ¿Cuántos jóvenes como yo tienen que cargar con promesas imposibles? ¿Y si algún día logro cumplirle esa última promesa?