La verdad bajo el mismo techo: El secreto de las noches compartidas
—¿Otra vez te vas a quedar en casa de Valeria? —le pregunté a Santiago, sintiendo cómo la rabia y la inseguridad me apretaban el pecho.
Él ni siquiera levantó la vista del celular. —Sí, amor. Es que mañana tenemos que ayudar a su mamá con la mudanza. Ya sabes cómo es, no tiene a nadie más.
Mentira. Lo sabía. Lo sentía en los huesos. Pero en ese momento, en nuestro pequeño departamento de la colonia Narvarte, no tuve el valor de decirle lo que realmente pensaba: que llevaba semanas sintiendo que algo no estaba bien, que cada vez que Santiago mencionaba a Valeria, su voz cambiaba, se volvía más suave, más íntima.
Santiago y yo llevábamos tres años juntos. Nos conocimos en la universidad, en una asamblea estudiantil donde él defendía los derechos de los becarios. Me enamoré de su pasión, de su risa fácil y de cómo siempre encontraba tiempo para ayudar a los demás. Pero nunca imaginé que esa generosidad se convertiría en el centro de mi tormento.
Al principio, Valeria era solo un nombre más en sus historias. «Mi amiga de la primaria», decía él. «La conozco desde que éramos niños en Veracruz». Yo sonreía, incluso me parecía tierno que conservara amistades tan antiguas. Pero todo cambió cuando empezó a quedarse a dormir en su casa.
—¿No te parece raro? —le pregunté a mi hermana Lucía una tarde mientras tomábamos café en la terraza.
Ella me miró con esa mezcla de compasión y escepticismo que sólo las hermanas mayores pueden tener.—¿Y tú qué sientes? Porque si no confías en él, ahí hay algo.
No era sólo desconfianza. Era miedo. Miedo a perderlo, miedo a descubrir que todo lo que habíamos construido era una mentira. Pero también miedo a enfrentarme a mí misma y aceptar que quizá yo era la única que no quería ver la verdad.
Una noche, después de que Santiago salió apresurado con una mochila y sin darme un beso de despedida, decidí seguirlo. Me sentí ridícula, como una adolescente celosa, pero no podía más con la incertidumbre. Tomé un taxi y le pedí al chofer que mantuviera distancia.
Vi cómo entraba al edificio viejo donde vivía Valeria. Esperé afuera casi dos horas, hasta que la ansiedad me ganó y subí las escaleras. El corazón me latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir por la boca.
Toqué la puerta. Nadie respondió al principio. Volví a tocar, esta vez más fuerte.
—¿Quién es? —escuché la voz de una mujer al otro lado.
—Soy Mariana… la novia de Santiago —dije, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
La puerta se abrió lentamente y ahí estaba ella: Valeria. Morena, bajita, con el cabello recogido y una mirada cansada pero amable.
—Pasa —me dijo sin titubear.
Entré y lo primero que vi fue a Santiago sentado en el sillón, con una cobija sobre las piernas y una taza de café en las manos. Me miró como si hubiera visto un fantasma.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, nervioso.
—Eso mismo te iba a preguntar yo —respondí, tratando de mantenerme firme.
Valeria suspiró y se sentó frente a mí. —Mira, Mariana… creo que ya es hora de que sepas la verdad.
El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Santiago bajó la cabeza y empezó a llorar. Nunca lo había visto así.
—Mi papá… —dijo Valeria— murió hace seis meses. Desde entonces he tenido ataques de pánico por las noches. Santiago viene porque es el único que logra calmarme cuando siento que no puedo respirar.
Me quedé helada. No sabía qué decir. Miré a Santiago buscando una confirmación y él asintió entre lágrimas.
—No quería preocuparte —dijo él— ni hacerte sentir menos importante. Pero Valeria es como mi hermana. No podía dejarla sola así…
Me sentí egoísta, tonta por haber pensado lo peor. Pero también sentí rabia por no haber sido parte de esa verdad desde el principio.
—¿Por qué no me lo dijeron? —pregunté con voz temblorosa.
Valeria me tomó la mano.—Porque nos daba miedo tu reacción… y porque yo tampoco quería ser una carga para nadie más.
Esa noche nos quedamos los tres hablando hasta el amanecer. Lloramos, reímos y nos abrazamos como si quisiéramos reparar todos los silencios acumulados durante meses.
Pero el daño ya estaba hecho. La confianza entre Santiago y yo nunca volvió a ser la misma. Empezamos a discutir por cosas pequeñas: quién lavaba los platos, quién pagaba el gas, por qué ya no salíamos como antes. La sombra de Valeria estaba siempre presente, aunque ella intentó alejarse para no interferir más en nuestra relación.
Un día, después de una pelea especialmente fea por un mensaje que Santiago recibió de Valeria (“¿Puedes venir esta noche? No puedo dormir”), exploté:
—¡No puedo más! ¡No puedo competir con tu pasado ni con tus promesas!
Santiago me miró con tristeza.—No tienes que competir con nadie, Mariana… pero tampoco puedo abandonar a alguien que me necesita.
Ahí supe que tenía que tomar una decisión: quedarme y aceptar ese triángulo extraño o irme para buscar mi propia paz.
Empaqué mis cosas y regresé al departamento de mi mamá en Iztapalapa. Lloré semanas enteras, sintiendo que había fracasado en el amor y en la vida adulta. Pero poco a poco entendí que hay heridas que no sanan si seguimos abriéndolas todos los días.
Hoy veo a Santiago sólo en fotos viejas o cuando algún amigo en común sube algo a Instagram. A veces me pregunto si fui demasiado dura o si debí confiar más en él. Pero también sé que merezco una relación donde no tenga que adivinar verdades ni competir con fantasmas del pasado.
A veces me despierto en medio de la noche y me pregunto: ¿cuántas veces callamos lo importante por miedo a perder lo poco que creemos tener seguro? ¿Cuántos secretos guardamos para protegernos… cuando en realidad nos están destruyendo por dentro?