La verdad detrás de la puerta: El día que mi mundo se quebró

—¿Viste quién salió de tu casa hoy, Lucía? —me preguntó doña Rosa, con esa voz entre preocupada y chismosa que siempre me ha puesto nerviosa.

Eran las seis de la tarde y yo apenas llegaba del trabajo, cansada, con la cabeza llena de pendientes y el corazón apretado por la rutina. No esperaba que esa tarde, en el pasillo húmedo del edificio, mi vida diera un giro tan brutal.

—¿Cómo que quién salió? —le respondí, tratando de sonar tranquila.

—Una muchacha, alta, con el pelo largo y negro. No era ninguna de tus primas ni tu hermana. Y Julián la acompañó hasta el taxi…

Sentí un frío en el estómago. Julián, mi esposo desde hace quince años, el padre de mis hijos, el hombre con quien comparto hasta el último sueño y la última deuda. ¿Otra mujer en mi casa? ¿En mi cama? ¿En mi mesa?

No supe qué decirle a doña Rosa. Apenas murmuré un gracias y subí corriendo las escaleras. El corazón me latía tan fuerte que sentía que se me iba a salir del pecho. Abrí la puerta y todo estaba igual: los juguetes de los niños tirados en la sala, la ropa sin doblar en el sillón, el olor a café frío. Pero ya nada era igual.

Me senté en la cama y lloré. Lloré como no lloraba desde que murió mi mamá. Lloré por miedo, por rabia, por vergüenza. ¿Cómo no me di cuenta? ¿Cómo no vi las señales? Las noches que Julián llegaba tarde, los mensajes que contestaba a escondidas, las discusiones tontas por cualquier cosa…

Esa noche no pude dormir. Esperé a Julián con el alma hecha trizas. Cuando llegó, fingí estar dormida. Lo escuché dejar las llaves, quitarse los zapatos, meterse a la cama sin mirarme siquiera. Sentí su respiración en mi espalda y quise gritarle, golpearlo, preguntarle quién era ella. Pero me quedé callada. Cobarde.

Al día siguiente, los rumores crecieron como incendio en pastizal seco. En la tienda, en la panadería, hasta en la escuela de los niños. Todos sabían menos yo. Me miraban con lástima o con morbo. Sentí que me ahogaba.

Decidí enfrentarlo. Esa noche, cuando los niños ya dormían, lo esperé sentada en la mesa de la cocina.

—Julián, tenemos que hablar.

Él me miró con esos ojos oscuros que antes me hacían sentir segura y ahora solo me daban miedo.

—¿Qué pasa?

—No te hagas. Ya sé lo de la mujer que traes a la casa cuando yo no estoy.

Se quedó callado. Ni siquiera intentó negarlo. Bajó la cabeza y suspiró.

—Lucía… no es lo que piensas.

—¿Ah, no? ¿Entonces qué es? ¿Quién es ella?

—Es solo una amiga del trabajo… tuvo problemas con su esposo y necesitaba un lugar donde quedarse un rato…

Sentí que me insultaba con cada palabra. ¿Amiga? ¿En mi casa? ¿A escondidas?

—¿Y por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué tenía que enterarme por los vecinos?

Julián no supo qué responderme. Se levantó de la mesa y se fue al cuarto. Yo me quedé ahí, temblando de rabia y dolor.

Los días siguientes fueron un infierno. Los niños notaban el ambiente tenso y preguntaban por qué papá y mamá ya no se reían juntos. Yo trataba de ser fuerte por ellos, pero cada vez que veía a Julián sentía una mezcla de amor y odio imposible de explicar.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a mi hija menor hablar con su hermano:

—¿Por qué mamá llora tanto?

—No sé… creo que papá hizo algo malo.

Me partió el alma escuchar eso. No quería que mis hijos crecieran en medio de peleas y silencios incómodos. Pero tampoco podía fingir que todo estaba bien.

Busqué consejo en mi hermana Mariana. Ella siempre ha sido más fuerte que yo.

—Lucía, tienes que decidir qué quieres hacer —me dijo—. O lo enfrentas de verdad o te sigues haciendo daño.

Pero decidir no era fácil. En nuestro barrio nadie se separa así nomás. La gente habla, juzga, señala. Y yo tenía miedo: miedo a estar sola, miedo a fracasar como esposa y madre, miedo al qué dirán.

Una noche Julián llegó borracho. Me pidió perdón entre lágrimas.

—No quiero perderte —me dijo—. No pasó nada con ella, te lo juro… Solo estaba confundido… Me siento solo…

Por primera vez en mucho tiempo lo vi vulnerable. Pero también sentí rabia: ¿y yo? ¿Acaso yo no me he sentido sola? ¿Acaso yo no he sacrificado todo por esta familia?

Pasaron semanas así: peleas, silencios, intentos de reconciliación fallidos. Fui a hablar con el padre Miguel en la parroquia:

—Hija, el matrimonio es difícil —me dijo—. Pero también tienes derecho a ser feliz.

Esa frase se me quedó grabada.

Un día decidí irme unos días a casa de mi hermana con los niños. Necesitaba pensar lejos de todo ese dolor.

Julián vino a buscarme al tercer día:

—Por favor, Lucía… regresa a casa… Los niños te extrañan… Yo te extraño…

Lo miré a los ojos y le dije:

—No puedo volver si no confío en ti. Y ahora mismo no confío en nadie.

Él lloró como nunca lo había visto llorar. Me abrazó fuerte y me prometió cambiar.

No sé si le creo. No sé si quiero creerle.

Hoy sigo aquí, tratando de reconstruir mi vida pedazo a pedazo. A veces pienso en perdonarlo; otras veces quiero dejarlo todo atrás y empezar de nuevo sola con mis hijos.

¿Vale la pena luchar por una familia rota? ¿O es mejor buscar mi propia felicidad aunque duela?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?