La verdad en la sangre: El día que mi madre me abrió los ojos
—¿Por qué no te pareces a tu papá, Santiago? —La pregunta de mi madre retumbó en la cocina, mientras el café hervía y el aroma a pan recién horneado intentaba suavizar la tensión. Yo tenía 28 años y acababa de regresar a casa después de una ruptura dolorosa con Mariana, pero ese día, la herida que se abriría sería mucho más profunda.
Mi madre, Teresa, siempre fue directa, pero esa mañana su voz temblaba. Me miró con esos ojos oscuros que heredé de ella, y sentí que algo grave se avecinaba. —Santi, ¿alguna vez te has preguntado por qué eres tan diferente a tu hermano Andrés? —insistió, bajando la voz como si temiera que las paredes escucharan.
No supe qué responder. Andrés era alto, rubio y tenía los ojos verdes de papá. Yo era moreno, bajo y mis ojos eran casi negros. Siempre pensé que era cosa de la genética caprichosa, pero nunca le di importancia. —Mamá, ¿qué estás diciendo? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta.
Ella suspiró y se sentó frente a mí. —Cuando eras niño, tu papá y yo tuvimos una crisis. Él… bueno, él se fue unos meses a trabajar a Buenos Aires. Yo estaba sola y… conocí a alguien. No fue amor, fue soledad. Pero quedé embarazada y cuando tu papá regresó, decidimos criar a los dos como hermanos.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. —¿Me estás diciendo que papá no es mi papá? —La taza de café tembló en mi mano.
—No lo sé con certeza —dijo ella, llorando—. Pero siempre tuve miedo de que algún día lo descubrieras. Y ahora que lo pienso… Santiago, tú tienes un grupo sanguíneo que no puede salir de la combinación de tu papá y yo. Lo aprendí en la secundaria, pero nunca quise aceptarlo.
Me levanté bruscamente. La cabeza me daba vueltas. Recordé todas las veces que sentí que no encajaba, las discusiones con papá por cosas pequeñas, su mirada distante cuando sacaba malas notas o cuando elegí estudiar música en vez de ingeniería como Andrés.
Salí corriendo de la casa. Caminé por las calles polvorientas de nuestro barrio en Córdoba, esquivando miradas curiosas y saludos forzados. No sabía adónde ir, así que terminé en el parque donde jugaba de niño. Me senté en una banca y lloré como no lo hacía desde que murió mi abuela.
El celular vibró: era un mensaje de Mariana. «¿Cómo estás?» No respondí. ¿Cómo iba a explicarle que mi vida entera era una mentira? Que ni siquiera sabía quién era realmente.
Esa noche volví a casa tarde. Papá estaba viendo fútbol en la sala. Me miró y noté algo distinto en sus ojos: ¿culpa? ¿tristeza? ¿o simplemente cansancio?
—¿Todo bien, Santi? —preguntó sin apartar la vista del televisor.
Quise gritarle, exigirle la verdad, pero solo asentí y subí a mi cuarto. Me tumbé en la cama y repasé cada recuerdo: los cumpleaños, las peleas, los abrazos incómodos… ¿Había sido todo una farsa?
Al día siguiente, enfrenté a mamá. —Quiero saber quién es mi verdadero padre.
Ella me abrazó fuerte. —No sé si puedo ayudarte… Solo sé su nombre: Ricardo Guzmán. Era profesor en la escuela nocturna donde trabajaba limpiando aulas.
Busqué su nombre en Facebook y lo encontré: vivía en Rosario, tenía dos hijos más y parecía feliz. Sentí rabia, celos y una curiosidad insoportable.
Pasaron semanas antes de atreverme a escribirle. El mensaje fue torpe: «Hola Ricardo, creo que podrías ser mi padre biológico». Esperé días hasta que respondió: «¿Teresa? ¿Santiago? No puede ser…»
Nos citamos en un café del centro. Cuando lo vi entrar, supe al instante: tenía mis mismos ojos y esa manera nerviosa de mover las manos al hablar.
—Nunca supe nada —dijo él, con voz quebrada—. Si lo hubiera sabido…
No supe qué decirle. ¿Cómo se recupera el tiempo perdido? ¿Cómo se perdona una vida entera de silencios?
Volví a casa con más preguntas que respuestas. Mamá me esperaba en la cocina, como siempre.
—¿Lo viste? —preguntó con miedo.
Asentí. —Es igual a mí.
Nos abrazamos largo rato. Por primera vez entendí el peso de sus silencios, el miedo con el que vivió todos estos años.
Esa noche hablé con papá. Le conté todo entre lágrimas. Él escuchó en silencio y luego dijo:
—Te crié como a mi hijo porque te amo, Santiago. La sangre no cambia eso.
Lloramos juntos por primera vez en mi vida.
Hoy sigo buscando respuestas. Ricardo quiere conocerme mejor; Andrés está confundido pero me apoya; Mariana volvió a escribirme y quizás haya esperanza para nosotros.
Pero cada vez que me miro al espejo veo algo nuevo: no solo soy el hijo de Teresa o de Ricardo o de quien sea… Soy Santiago, con todas mis heridas y mis historias.
A veces me pregunto: ¿Qué pesa más, la sangre o el amor? ¿Cuántos secretos guardan nuestras familias por miedo al dolor? ¿Y si nunca hubiera preguntado… habría sido más feliz?