La verdadera hombría: Entre el amor y las expectativas

—¿Y entonces, Camila? ¿Cuándo piensan casarse? —La voz de mi mamá retumbó en la cocina, mezclándose con el aroma del café recién colado y el sonido de la lluvia golpeando el techo de lámina.

Me quedé mirando la taza entre mis manos, evitando su mirada. Afuera, las calles de Medellín se cubrían de hojas doradas y charcos. Andrés y yo llevábamos dos años juntos, y aunque todo parecía ir bien, el tema del matrimonio era como una sombra que se colaba en cada conversación familiar.

—Mamá, ya te he dicho que estamos bien así… —intenté responder con calma, pero sentí el nudo en la garganta.

Ella suspiró, se secó las manos en el delantal y se sentó frente a mí. —Camila, no quiero que pierdas tu tiempo. Mira a tu prima Juliana: ya tiene su casa, su esposo, hasta un bebé. ¿Y tú? ¿Qué esperas?

No supe qué decirle. ¿Qué esperaba? ¿Por qué sentía que debía justificar mi felicidad ante ella y ante todos? Andrés siempre decía que no había prisa, que lo importante era estar juntos. Pero cada vez que mi mamá me miraba así, sentía que le fallaba.

Esa noche, cuando Andrés llegó a casa empapado por la lluvia, lo encontré en la sala quitándose los zapatos mojados.

—¿Otra vez tu mamá? —preguntó sin mirarme directamente.

—Sí… Dice que estamos perdiendo el tiempo.

Andrés se encogió de hombros. —¿Y tú qué piensas?

No supe qué responderle. Lo amaba, pero también amaba a mi familia. ¿Por qué tenía que elegir?

Los días pasaron y la presión aumentó. Mi tía Rosa me llamó para preguntarme si ya tenía fecha para la boda. En el trabajo, mis compañeras bromeaban sobre cuándo sería mi despedida de soltera. Hasta mi abuela me miraba con esa mezcla de ternura y reproche.

Una tarde, mientras ayudaba a mi mamá a preparar arepas, exploté:

—¡¿Por qué no puedes dejarme vivir mi vida?!

Ella se quedó callada un momento. —Porque te amo, Camila. Y porque sé cómo es este mundo para una mujer sola.

Sentí las lágrimas arderme en los ojos. No estaba sola. Tenía a Andrés. Pero para ella, hasta que no hubiera un anillo y una fiesta grande, yo seguía incompleta.

Esa noche hablé con Andrés.

—¿Alguna vez has pensado en casarte conmigo? —pregunté, tratando de sonar casual.

Él me miró sorprendido. —Claro que sí… pero no ahora. No tenemos plata, Camila. Apenas estamos saliendo adelante. ¿Para qué gastar en una boda si podemos ahorrar para nuestro apartamento?

—No se trata solo de la boda —dije bajito—. Es… todo lo demás. Mi familia, la gente…

Andrés suspiró y me abrazó fuerte. —Yo te amo. Eso debería bastar.

Pero no bastaba. No para mi mamá. No para mí.

Las semanas siguientes fueron un torbellino de emociones. Empecé a dudar de todo: de mi relación, de mis sueños, de mi propio valor. ¿Era menos mujer por no estar casada? ¿Era Andrés menos hombre por no querer dar ese paso?

Un domingo, durante el almuerzo familiar, mi mamá soltó la bomba:

—Camila, tu papá y yo hemos hablado con el padre Juan. Si quieren casarse en diciembre, él tiene espacio.

Sentí cómo todos los ojos se posaban en mí. Andrés apretó mi mano bajo la mesa.

—No hemos decidido nada todavía —dije con voz temblorosa.

Mi papá carraspeó. —Mija, uno tiene que tomar decisiones en la vida. No puede quedarse esperando siempre.

Salí corriendo al patio, con el corazón desbocado. Andrés me siguió.

—¿Quieres casarte solo porque ellos lo dicen? —me preguntó suavemente.

Me derrumbé en sus brazos.

—No lo sé… Solo quiero que estén orgullosos de mí.

Él me levantó el rostro con las manos.

—Camila, yo te amo así como eres. Pero si necesitas ese papel para ser feliz… lo haré por ti.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era amor? ¿Hacer algo solo para complacer a los demás?

Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela que se casó a los diecisiete porque «así tocaba»; mi mamá que dejó sus estudios por cuidar a sus hijos; mi tía Rosa que nunca se atrevió a divorciarse aunque era infeliz… ¿Era ese el destino que quería para mí?

Al día siguiente fui a ver a mi mamá. La encontré regando las plantas en el balcón.

—Mamá… —empecé con voz suave—. ¿Alguna vez fuiste feliz antes de casarte?

Ella me miró sorprendida y luego bajó la mirada.

—No sé… Nunca me lo pregunté. En esa época uno solo hacía lo que tocaba.

Me acerqué y la abracé fuerte.

—Yo quiero ser feliz, mamá. Pero a mi manera.

Ella suspiró y me acarició el cabello.

—Solo quiero lo mejor para ti, hija…

—Lo sé —le respondí—. Pero déjame descubrir qué es eso por mí misma.

Poco a poco, las cosas empezaron a cambiar. Mi mamá dejó de presionarme tanto y Andrés y yo seguimos juntos, construyendo nuestro futuro paso a paso. No hubo boda ese año ni al siguiente. Pero aprendí algo importante: la verdadera hombría —y la verdadera feminidad— no se mide por anillos ni fiestas, sino por el valor de ser fieles a nosotros mismos.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres y hombres viven vidas que no son suyas solo por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a vivir para nosotros mismos y no para los demás?