La vieja escoba y el silencio entre nosotras: Mi lucha por ser vista

—¡María José, apúrate con esa escoba, que no tengo todo el día!— rugió mi padre desde la cocina, golpeando la mesa con tanta fuerza que los vasos temblaron. Yo tenía apenas nueve años y ya sabía que el sonido de su voz era una orden que no se discutía. Mi madre, sentada junto a la ventana, ni siquiera levantó la vista del tejido. El silencio entre nosotras era más pesado que cualquier grito.

La escoba era vieja, de esas de paja gruesa y palo gastado. Había sido de mi abuelo, un hombre al que apenas recordaba, pero del que todos decían que tenía manos mágicas para arreglar cualquier cosa. Yo la encontré una tarde lluviosa, arrinconada en el galpón, cubierta de telarañas. La limpié con esmero y desde entonces barrer se volvió mi refugio. Mientras pasaba la escoba por el piso de madera, imaginaba que era una varita mágica capaz de barrer los gritos, el miedo y ese silencio sordo que llenaba la casa.

—¿Por qué siempre te demoras tanto?— insistía mi padre, su voz cada vez más cerca. Yo apretaba los dientes y seguía barriendo, como si pudiera desaparecerme entre el polvo.

Mi madre nunca decía nada. A veces me miraba con esos ojos tristes, como si quisiera decirme algo pero no pudiera. O no se atreviera. Yo aprendí a leer sus silencios: cuando apretaba los labios era porque algo le dolía; cuando suspiraba largo, era porque estaba cansada de todo.

En la escuela tampoco era fácil. Mis compañeras se reían de mis zapatos gastados y del olor a leña que traía en el pelo. La profesora, la señora Gladys, me preguntaba siempre si todo estaba bien en casa. Yo asentía con la cabeza, porque ¿cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo contarle a alguien que en mi casa las palabras eran cuchillos o fantasmas?

Una tarde de invierno, mientras barría el patio cubierto de hojas mojadas, escuché a mis padres discutir. No era raro, pero esa vez fue distinto. Mi padre gritaba más fuerte que nunca y mi madre lloraba sin hacer ruido, como si quisiera tragarse las lágrimas. Me acerqué despacio a la ventana y vi cómo él le arrebataba el tejido de las manos y lo tiraba al suelo.

—¡Inútil!— le gritó él. —¡Ni para criar a tu hija sirves!

Mi madre no respondió. Solo recogió el tejido y salió al patio, donde yo fingía barrer. Se sentó en el escalón y me miró largo rato.

—¿Sabes qué hacía tu abuelo cuando estaba triste?— me preguntó de pronto, con voz baja.

Negué con la cabeza.

—Barría. Decía que barrer ayuda a ordenar los pensamientos.

No supe qué decirle. Solo seguí barriendo, pero esa noche me dormí pensando en las palabras de mi madre y en la escoba de mi abuelo. ¿Sería posible barrer también el dolor?

Los días pasaban lentos. Mi padre cada vez gritaba más y mi madre hablaba menos. Yo me refugiaba en la escoba y en mis sueños: imaginaba que era bailarina y que la escoba era mi pareja de danza; o que era una guerrera y la escoba, mi lanza para defenderme del miedo.

Un sábado por la mañana, mientras barría el corredor, escuché a mi padre discutir con un vecino por una deuda impaga. Los insultos volaron como piedras y yo sentí ese viejo temor apretándome el pecho. Cuando entró a la casa, su cara era una tormenta.

—¡Todo esto es culpa tuya!— le gritó a mi madre. —¡Si no fuera por ti…!

No lo dejé terminar. Por primera vez en mi vida, sentí una rabia tan grande que me hizo temblar.

—¡Déjala en paz!— grité yo, con la escoba apretada entre las manos.

El silencio fue absoluto. Mi padre me miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.

—¿Qué dijiste?—

Me temblaban las piernas pero no bajé la mirada.

—Que la deje en paz— repetí, aunque la voz me salió débil.

Mi madre me miró horrorizada, como si temiera por mí más que por ella misma. Mi padre dio un paso hacia mí y levantó la mano, pero se detuvo en seco. Por un segundo pensé que iba a golpearme, pero solo bajó el brazo y salió dando un portazo tan fuerte que hizo vibrar los vidrios.

Esa noche nadie habló en la mesa. Mi madre apenas probó bocado y yo sentí una mezcla extraña de miedo y orgullo. Había roto el silencio, aunque fuera solo por un instante.

Los días siguientes fueron tensos. Mi padre apenas me dirigía la palabra y mi madre parecía más ausente que nunca. Pero algo había cambiado: yo ya no podía volver atrás. Empecé a hablar más en la escuela, a responder cuando alguien me molestaba. La señora Gladys notó el cambio y un día me llamó aparte.

—María José, ¿quieres contarme algo?—

La miré largo rato antes de responder.

—A veces siento que nadie me escucha en mi casa— dije al fin.

Ella asintió despacio.

—A veces hay que aprender a escucharse a una misma primero— me dijo.— Y después buscar quién sí quiera oírte.

Esa frase se me quedó grabada. Empecé a escribir en un cuaderno escondido bajo mi colchón: escribía cartas imaginarias a mi madre, a mi abuelo, incluso a la escoba. Escribir era otra forma de barrer el dolor.

Un día encontré a mi madre llorando en silencio en el patio trasero. Me senté a su lado sin decir nada. Después de un rato, le tomé la mano.

—Mamá… ¿por qué nunca dices nada?—

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Porque tengo miedo— susurró.— Miedo de empeorar las cosas… miedo de perderte…

La abracé fuerte y sentí su cuerpo temblar contra el mío.

Esa noche soñé con mi abuelo: estaba barriendo el patio bajo la lluvia y me sonreía desde lejos. Cuando desperté, supe lo que tenía que hacer.

Al día siguiente esperé a que mi padre saliera al campo y fui donde mi madre.

—Mamá, tenemos que hablar con alguien— le dije.— No podemos seguir así.

Al principio se negó; tenía miedo de lo que dirían los vecinos, miedo del qué dirán. Pero insistí tanto que al final aceptó ir conmigo donde la señora Gladys. Fue difícil contar todo lo que pasaba en casa; sentí vergüenza y rabia al mismo tiempo. Pero cuando terminé, sentí como si me hubieran quitado un peso enorme de encima.

La señora Gladys nos ayudó a buscar apoyo: fuimos al consultorio del pueblo y después a una agrupación de mujeres donde escuché historias parecidas a la mía. No fue fácil cambiar las cosas; mi padre siguió siendo duro y distante mucho tiempo, pero ya no tenía tanto poder sobre nosotras.

Con los años aprendí a usar mi voz: primero para defenderme a mí misma, luego para ayudar a otras mujeres del pueblo que también vivían en silencio. La vieja escoba sigue conmigo; está gastada y torcida, pero cada vez que barro siento que sigo limpiando no solo el polvo del suelo sino también las heridas del pasado.

A veces me pregunto: ¿cuántas niñas siguen barriendo sus miedos en silencio? ¿Cuántas madres callan por miedo al qué dirán? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que el silencio pese más que nuestra voz?