La vieja escoba y el silencio entre nosotras: Mi lucha por ser vista
—¡¿Por qué no puedes hacer nada bien, Camila?! —gritó mi papá, tirando la puerta de la cocina con tanta fuerza que los vasos temblaron en la repisa.
Me quedé quieta, con las manos apretadas alrededor del trapo húmedo. Mi mamá, sentada junto a la ventana, ni siquiera levantó la vista de su tejido. El silencio entre nosotras era tan espeso como el frío que entraba por las rendijas de la casa. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de zinc, pero adentro solo se escuchaba el eco de los gritos de mi papá y el crujido de la madera vieja bajo mis pies.
Crecí en un pueblo perdido en el sur de Chile, donde todos se conocen y nadie pregunta demasiado. Mi papá, don Ernesto, era conocido por su mal genio y su habilidad para arreglar cualquier cosa menos a sí mismo. Mi mamá, Rosa, era todo lo contrario: callada, sumisa, siempre con la mirada baja y las palabras guardadas en el pecho. Yo era la hija del medio, invisible entre mi hermano mayor, Tomás, que se fue a trabajar a Argentina apenas pudo, y mi hermana menor, Sofía, que todavía jugaba con muñecas cuando todo esto empezó.
Una tarde, mientras limpiaba el galpón como castigo por haber roto un vaso, encontré una vieja escoba apoyada en un rincón. El palo estaba astillado y las cerdas gastadas, pero tenía algo especial: una inscripción tallada a mano que decía “Para limpiar tristezas”. Era la letra de mi abuelo Pedro, el único que alguna vez me escuchó de verdad antes de morir. Me senté en el suelo de tierra y abracé la escoba como si fuera un tesoro. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que alguien me hablaba desde otro lugar.
Esa noche, mientras todos dormían, salí al patio con la escoba. Barriendo hojas mojadas bajo la luz amarilla del poste, empecé a hablarle en voz baja:
—¿Tú también te sentías solo aquí? —pregunté al aire—. ¿También te dolía este silencio?
La escoba no respondió, pero el viento pareció llevarse un poco del peso que tenía encima. Desde entonces, cada vez que mi papá gritaba o mi mamá se encerraba en su mundo, yo salía al patio con la escoba. Barriendo y hablando sola, inventando historias donde yo era valiente y nadie me callaba.
Un día Sofía me vio y se acercó despacio.
—¿Por qué hablas sola? —me preguntó con sus ojos grandes.
—No estoy sola —le respondí—. Estoy hablando con el abuelo Pedro.
Ella sonrió tímida y me pidió barrer conmigo. Así empezó nuestro pequeño ritual: cada tarde, después de terminar los deberes y antes de que papá llegara borracho del bar del pueblo, salíamos al patio a barrer tristezas juntas.
Pero nada dura mucho en una casa donde reina el miedo. Una noche escuché a mis padres discutir en voz baja detrás de la puerta.
—Esa niña está rara —decía mi papá—. Siempre hablando sola como loca…
—Déjala tranquila —susurró mi mamá—. No le hace daño a nadie.
—¡No quiero locas en esta casa! —sentenció él.
Al día siguiente me prohibió salir al patio después de las seis. Me quitó la escoba y la tiró al basurero. Sentí que me arrancaban algo más que un palo viejo; era como si me quitaran la única parte de mí que todavía podía respirar.
Esa noche lloré en silencio para no despertar a Sofía. Mi mamá entró al cuarto sin hacer ruido y se sentó a mi lado. Por primera vez en años me acarició el pelo.
—Perdóname —susurró—. Yo tampoco sé cómo hacerme escuchar.
Sus palabras me atravesaron como un rayo. ¿Mi mamá también era invisible? ¿También tenía miedo?
Pasaron los días y el ambiente en la casa se volvió más pesado. Mi papá perdió el trabajo en la fábrica y empezó a beber más. Los gritos eran diarios; los silencios, eternos. Un domingo cualquiera, mientras él dormía la borrachera y mi mamá cocinaba sopaipillas para vender en la feria, me armé de valor.
—Mamá —le dije—, ¿por qué nunca dices nada cuando él grita?
Ella dejó caer la cuchara y me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Porque así aprendí a sobrevivir —me confesó—. Pero tú no tienes que ser como yo.
Esa noche busqué la escoba en el basurero. Estaba rota, pero aún servía para barrer. La llevé al patio y empecé a barrer con más fuerza que nunca. Sofía salió corriendo detrás mío y juntas hicimos una montaña de hojas secas. Cuando terminamos, respiré hondo y sentí algo nuevo: rabia mezclada con esperanza.
Al día siguiente fui a la escuela y le conté todo a la profesora Marta. Ella me escuchó sin interrumpirme y después me abrazó fuerte.
—No estás sola, Camila —me dijo—. Hay muchas niñas como tú.
Gracias a ella empecé a ir a un grupo donde otras chicas contaban sus historias. Descubrí que no era invisible; solo estaba rodeada de personas ciegas por sus propios dolores.
Hoy tengo 22 años y vivo lejos de esa casa fría. La vieja escoba está conmigo; la restauré y ahora cuelga en mi pieza como símbolo de todo lo que barrí para poder seguir adelante.
A veces me pregunto: ¿Cuántas niñas siguen barriendo tristezas en silencio? ¿Cuántas madres callan por miedo? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que el silencio sea más fuerte que nuestra voz?