La visita a la casa de Doña Carmen: Entre abrazos y cicatrices
—¿Por qué vienes ahora, Lucía? —La voz de Doña Carmen retumba en el zaguán apenas cruzo la puerta, como si supiera que traigo en la maleta más que ropa y regalos para los niños.
El aire huele a tierra mojada y café recién colado. Mi esposo, Andrés, se queda en el auto, fingiendo buscar algo en la cajuela para no enfrentar la tensión. Yo respiro hondo y sonrío, aunque por dentro me tiemblan las manos. Hace tres años que no piso este pueblo en las montañas de Antioquia, desde aquella noche en que las palabras se volvieron cuchillos y la familia se rompió en dos.
—Vengo porque es hora —respondo, apenas audible, mientras abrazo a mis hijos para que sientan mi calor y no mi miedo.
Doña Carmen me mira de arriba abajo. Sus ojos, tan negros como el café que sirve en tazas desportilladas, no han olvidado ni perdonado. Detrás de ella, las fotos familiares cuelgan torcidas: Andrés con su diploma de bachiller, la boda en la iglesia blanca del pueblo, el retrato de Don Ernesto, su esposo fallecido. Todo parece igual, pero nada lo es.
—Pasa —dice al fin—. Los niños deben tener hambre.
La cocina huele a arepas y guiso de pollo. Mis hijos corren a saludar a su abuela, ajenos a la tensión. Yo me siento en la mesa de madera, donde tantas veces compartimos risas antes de que el dinero y los chismes nos separaran.
—¿Y Andrés? —pregunta Doña Carmen sin mirarme.
—Viene enseguida —miento. Sé que él preferiría quedarse afuera todo el día antes que enfrentar a su madre.
El silencio se instala entre nosotras como un tercer comensal. Recuerdo la última vez que estuve aquí: fue el cumpleaños de Don Ernesto. Esa noche, una discusión sobre la herencia terminó en gritos. Doña Carmen me acusó de querer separar a su hijo de la familia, de buscar solo el dinero. Andrés no me defendió. Yo me fui llorando bajo la lluvia, jurando no volver jamás.
Pero aquí estoy, porque mi hija menor preguntó por su abuela y porque mi corazón no soporta más el peso del rencor. Porque sé que Doña Carmen está enferma y el tiempo se nos escapa como agua entre los dedos.
—¿Cómo está su salud? —pregunto, rompiendo el hielo.
Ella se encoge de hombros.—Aquí sigo, como las matas de plátano: aguantando tormentas.
Los niños juegan en el patio con los perros. Andrés entra al fin, saluda a su madre con un beso rápido y se sienta junto a mí. Nadie menciona el pasado, pero todos lo sentimos entre nosotros.
La tarde avanza entre silencios y frases cortas. Doña Carmen saca una caja con cartas viejas y fotos amarillentas. Me muestra una foto de Andrés cuando era niño.
—Siempre fue terco —dice—. Como su padre.
Andrés sonríe con nostalgia.—Y usted siempre tan fuerte, mamá.
Por un momento, veo en sus ojos un brillo distinto. Me atrevo a preguntar:
—¿Podemos hablar?
Doña Carmen asiente. Salimos al corredor mientras los niños siguen jugando y Andrés se queda adentro, nervioso.
—Sé que me equivoqué —le digo—. Pero también sé que usted sufrió mucho cuando Don Ernesto murió y yo no supe cómo ayudarla. Todo se complicó con lo del dinero…
Ella me interrumpe.—No era solo el dinero, Lucía. Era el miedo a quedarme sola. A perder a mi hijo…
Las palabras se le quiebran en la garganta. Por primera vez veo a Doña Carmen vulnerable, sin esa coraza de orgullo que siempre la protegió.
—Yo también tenía miedo —confieso—. Miedo de no ser suficiente para esta familia, de no poder darle a mis hijos lo que usted soñaba para ellos…
Nos quedamos calladas un instante largo. El sol cae detrás de las montañas y el canto de los grillos llena el aire.
—¿Y ahora? —pregunta ella.
—Ahora quiero que mis hijos conozcan sus raíces. Que aprendan a perdonar…
Doña Carmen toma mi mano con fuerza.—No sé si puedo olvidar todo lo que pasó… pero quiero intentarlo. Por ellos.
Las lágrimas me nublan la vista. Por primera vez en años siento que hay esperanza.
Esa noche cenamos todos juntos. Los niños cuentan historias del colegio; Andrés y yo nos miramos con complicidad; Doña Carmen sonríe cansada pero sincera. Afuera llueve suave sobre los cafetales.
Antes de dormir, me acerco a la ventana y susurro al viento:
—¿Será posible sanar una familia rota? ¿Cuántas veces podemos empezar de nuevo antes de perderlo todo?
Espero sus respuestas… ¿Ustedes qué piensan?