La visita inesperada de mi suegra: cuando una tarde lo cambió todo

—¿Por qué no contestás el teléfono, Valeria? —la voz de doña Marta retumbó en el pasillo antes de que pudiera siquiera abrir la puerta. Me quedé congelada, con la mano en el picaporte, el corazón latiendo tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho.

No esperaba visitas, mucho menos de ella. Había despedido a Julián hacía apenas una hora; le di un beso apurado en la mejilla y le deseé suerte en su nuevo trabajo. Nuestro departamento, alquilado en un edificio antiguo de Almagro, era mi refugio. A pesar de las paredes descascaradas y el ruido constante de la avenida, lo sentía mío. Pero la presencia de mi suegra lo transformaba todo.

—Perdón, doña Marta, estaba limpiando y no escuché —mentí, mientras abría la puerta y la veía entrar con su bolso enorme y esa mirada inquisitiva que nunca me gustó.

—¿Y Julián? —preguntó sin saludar, inspeccionando el living con ojos críticos.

—Ya se fue al trabajo —respondí, sintiendo cómo se me tensaban los hombros.

Se sentó en el sillón como si fuera suyo y empezó a hablar sin parar: que si la humedad en las paredes, que si el barrio no era seguro, que si Julián estaba muy flaco desde que nos casamos. Yo asentía en silencio, apretando los dientes. Sabía que cualquier palabra podía desatar una discusión.

—¿Y vos? ¿No pensás buscar algo mejor? —me espetó de repente—. Este lugar es un desastre. Mi hijo se merece otra cosa.

Sentí cómo me ardían los ojos. No era la primera vez que me lo decía. Desde el principio, doña Marta nunca creyó que yo fuera suficiente para su hijo. «Una chica del interior», solía decir con desdén. «Sin familia en la ciudad, sin apellido conocido».

—Estamos haciendo lo que podemos —respondí bajito, tratando de controlar el temblor en mi voz.

Ella bufó y se levantó para mirar por la ventana. El sol del mediodía iluminaba las plantas que yo misma había puesto en el balcón. Me acerqué para cerrar la puerta del baño y evitar que viera la canilla rota, otro motivo para sus críticas.

—¿Sabés qué? —dijo de pronto—. Hablé con Julián ayer. Me contó que está cansado, que no duerme bien. ¿No será porque vos no lo apoyás?

Ahí fue cuando sentí que algo dentro mío se rompía. ¿Cómo podía decir eso? Yo había dejado todo por Julián: mi trabajo en Rosario, mis amigos, hasta mi perro. Me pasaba los días buscando changas para ayudar con los gastos y aún así nunca era suficiente para ella.

—Doña Marta —dije, intentando mantener la calma—, yo hago lo mejor que puedo. No es fácil para ninguno de los dos.

Ella me miró con una mezcla de lástima y desprecio.

—No te lo tomes a mal, Valeria. Pero vos no sabés lo que es luchar por una familia. Yo crié sola a mis tres hijos después de que mi marido se fue. Sé reconocer cuando alguien no está a la altura.

Las palabras me golpearon como una cachetada. Sentí ganas de gritarle todo lo que tenía guardado: las noches sin dormir por miedo a no llegar a fin de mes, las veces que Julián llegaba borracho y yo tenía que fingir que todo estaba bien para no preocupar a mi mamá por teléfono. Pero me tragué las lágrimas y apreté los puños.

En ese momento sonó el teléfono fijo. Era Julián.

—¿Todo bien ahí? —preguntó con voz cansada.

—Sí —mentí otra vez—. Tu mamá está acá.

Hubo un silencio incómodo del otro lado.

—Decile que no puedo volver temprano hoy —dijo finalmente—. Y… decile que te ayude con lo del alquiler.

Corté y volví al living. Doña Marta me miraba como si supiera exactamente lo que había dicho Julián.

—¿Problemas con la plata? —preguntó sin rodeos.

No respondí. Ella suspiró y sacó un sobre del bolso.

—Acá tenés algo para el alquiler —dijo, dejándolo sobre la mesa—. Pero no te acostumbres. Mi hijo necesita una mujer fuerte a su lado, no alguien que dependa siempre de los demás.

Me quedé mirando el sobre como si quemara. El orgullo me impedía agarrarlo, pero sabía que sin esa ayuda nos iban a echar antes de fin de mes.

La tarde se hizo eterna. Doña Marta siguió criticando todo: la comida, el barrio, hasta cómo colgaba la ropa en el tender. Yo apenas podía respirar del dolor en el pecho. Cuando finalmente se fue, cerré la puerta y me desplomé en el piso, llorando en silencio para no despertar sospechas entre los vecinos.

Esa noche Julián llegó tarde, ojeroso y distante. Se sentó a mi lado sin mirarme.

—¿Qué te dijo mamá? —preguntó apenas.

—Lo de siempre —respondí—. Que no soy suficiente para vos.

Él suspiró y se frotó la cara con las manos.

—Valeria… yo tampoco sé si esto está funcionando —murmuró—. Estoy cansado de pelear todo el tiempo.

Sentí un frío recorrerme el cuerpo. ¿Era ese el final? ¿Después de todo lo que habíamos pasado juntos?

—¿Querés separarte? —pregunté con voz apenas audible.

Julián no respondió enseguida. Se quedó mirando el suelo durante un largo rato.

—No sé… Solo quiero paz —dijo al fin.

Me levanté y fui al balcón para respirar aire fresco. Miré las luces de la ciudad y pensé en todo lo que había dejado atrás por este amor. ¿Valía la pena seguir luchando? ¿O era hora de pensar en mí misma?

Esa noche dormimos espalda contra espalda, cada uno perdido en sus propios pensamientos y miedos.

Hoy escribo esto mientras el sol entra tímido por la ventana del living. No sé qué va a pasar mañana ni si Julián y yo vamos a encontrar una salida juntos o separados. Pero sí sé una cosa: nadie debería hacerte sentir menos por luchar cada día desde tu lugar.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que otros decidan si somos suficientes? ¿Cuántas veces más vamos a callar para no romper lo poco que nos queda?