La visita inesperada: lágrimas en la puerta y la verdad que destroza familias

—¿Por qué me haces esto, Julián? —gritó doña Mercedes, su voz quebrada, mientras yo apenas podía sostenerme en pie frente a la puerta.

No era la primera vez que la veía llorar, pero sí la primera vez que la veía tan rota. Su cabello, siempre recogido con esmero, caía desordenado sobre su rostro. Sus manos temblaban y sus ojos, hinchados, me buscaron como si yo tuviera la respuesta a un dolor que no entendía.

—¿Qué pasa, doña Mercedes? ¿Le pasó algo a Julián? —pregunté, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta.

Ella no respondió de inmediato. Se desplomó en el sillón de la sala, abrazando su bolso como si fuera un salvavidas. Yo cerré la puerta, temiendo que los vecinos escucharan el escándalo. En nuestro barrio de San Miguel, en las afueras de Lima, los chismes vuelan más rápido que el viento.

—Tuve que venir, Lucía. No podía quedarme callada —sollozó—. Mi hijo… mi hijo me ha traicionado. Y tú… tú eres la única que puede entenderme.

Me senté a su lado, sin saber si debía abrazarla o mantener la distancia prudente que siempre nos había separado. Desde el primer día, doña Mercedes dejó claro que yo no era suficiente para su hijo. «Las mujeres como tú sólo traen problemas», me dijo una vez, cuando Julián no estaba. Pero yo aprendí a convivir con su desprecio, porque amaba a Julián y porque, en el fondo, creía que algún día ella me aceptaría.

Quince años de matrimonio. Quince años de cenas silenciosas, de domingos en familia donde las miradas decían más que las palabras. Y diez años de espera. Diez años rogando a Dios por un hijo que nunca llegó. Cada mes era una nueva esperanza, cada retraso una ilusión, cada visita al médico una decepción más. Julián empezó a llegar tarde a casa, a perderse en el trabajo, a evitar mis caricias. Yo me refugié en la costura y en las novelas mexicanas que veía con mi vecina Rosa.

Pero esa noche, todo cambió.

—Lucía, mi hijo… Julián… —doña Mercedes se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. Tiene otra mujer. Y no sólo eso… tiene un hijo con ella.

Sentí que el mundo se me venía abajo. El aire se volvió pesado, como si la sala se hubiera llenado de humo. Quise gritar, pero no pude. Quise llorar, pero las lágrimas no salían.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté, mi voz apenas un susurro.

—Hoy fui al mercado y vi a Julián con esa mujer… y con un niño. El niño tiene sus mismos ojos, Lucía. No hay duda. Me acerqué y Julián me vio… se puso pálido, no supo qué decirme. La mujer… ella me miró con lástima. ¡Con lástima! —su voz se quebró de nuevo—. Me lo confesó todo. Llevan años juntos. Años.

Me levanté de golpe. Caminé por la sala como un animal herido. Recordé cada noche en vela, cada discusión por dinero, cada vez que Julián me dijo que estaba cansado, que no quería hablar. Recordé las veces que doña Mercedes me culpó por no darle nietos, por no ser «suficiente mujer» para su hijo.

—¿Y ahora qué hago? —pregunté, más para mí que para ella.

Doña Mercedes me miró con una mezcla de compasión y remordimiento.

—Perdóname, Lucía. Yo siempre te juzgué… siempre pensé que eras tú el problema. Pero ahora veo que mi hijo… mi hijo fue el cobarde.

No supe qué decirle. Por primera vez en quince años, sentí que estábamos del mismo lado. Dos mujeres heridas por el mismo hombre, por el mismo engaño.

La noche cayó sobre San Miguel como una manta pesada. Afuera, los perros ladraban y los autos pasaban de largo. Dentro de la casa, el silencio era ensordecedor.

—¿Vas a dejarlo? —preguntó doña Mercedes, su voz apenas audible.

No respondí. No podía. ¿Cómo se deja atrás una vida entera? ¿Cómo se abandona la esperanza de un hijo, de una familia? Pensé en mis padres, en mi hermana menor que siempre me decía que merecía algo mejor. Pensé en las veces que Julián me prometió que todo iba a estar bien.

Esa noche no dormí. Me senté en la cama, mirando la foto de nuestro matrimonio. Julián sonreía, joven y enamorado. Yo llevaba un vestido blanco sencillo, hecho por mi madre. Doña Mercedes estaba al fondo, seria, con los labios apretados.

A las cinco de la mañana escuché la llave en la puerta. Julián entró en silencio, como si supiera que lo esperábamos.

—¿Dónde estabas? —pregunté, mi voz firme, sin temblar.

Él me miró, cansado, derrotado.

—Lucía… lo siento. No quería que te enteraras así.

—¿Cuánto tiempo? —insistí.

—Cinco años —admitió, bajando la cabeza—. Todo empezó cuando… cuando ya no podíamos más con lo de los hijos. Me sentí solo… perdido.

—¿Y tu hijo? —pregunté, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.

—Se llama Matías. Tiene cuatro años. Es mi hijo… pero tú siempre serás mi familia, Lucía.

Quise reírme en su cara. ¿Familia? ¿Después de todo?

Doña Mercedes apareció en la sala, su rostro endurecido por el dolor y la vergüenza.

—Eres igual que tu padre —le dijo—. Un cobarde. Yo te crié mejor que eso.

Julián no respondió. Se sentó en el sillón y se cubrió el rostro con las manos.

Esa mañana, mientras el sol comenzaba a iluminar las calles polvorientas del barrio, tomé una decisión. Empaqué algunas cosas y llamé a mi hermana para que viniera por mí. Doña Mercedes me abrazó antes de irme.

—Perdóname por todo, Lucía. Ojalá hubiera sido diferente —susurró.

Salí de esa casa con el corazón hecho trizas, pero con la frente en alto. Sabía que el dolor no se iría pronto, pero también sabía que merecía algo mejor.

Ahora, mientras escribo estas líneas desde el cuarto de mi hermana, me pregunto: ¿cuántas mujeres en nuestro país viven historias como la mía? ¿Cuántas callan por miedo, por vergüenza o por costumbre? ¿Cuándo aprenderemos a poner nuestra dignidad por encima del qué dirán?

¿Y tú? ¿Qué harías si descubrieras que tu vida era una mentira? ¿Perdonarías o te irías como yo?