Lágrimas por Milena: Cuando el amor de madre se convierte en una carga
—¿Otra vez, Milena? —mi voz tembló, apenas audible, mientras sostenía el celular con manos sudorosas. Era martes por la noche y la lluvia golpeaba los ventanales del pequeño departamento en el centro de Medellín. El eco de su voz, tan dulce cuando era niña, ahora sonaba áspero, impaciente.
—Mamá, no empieces. Solo necesito que me transfieras doscientos mil pesos. Te juro que es la última vez —mintió, como tantas otras veces.
Cerré los ojos y sentí cómo una lágrima caliente recorría mi mejilla. Recordé cuando Milena era una niña risueña, con trenzas desordenadas y rodillas raspadas. Entonces, su mayor preocupación era si le alcanzaría para un helado después del colegio. Ahora, a sus veintisiete años, parecía que todo lo que quedaba entre nosotras era una cuenta bancaria y una culpa que me carcomía por dentro.
—¿Para qué lo necesitas esta vez? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta. Siempre era lo mismo: el arriendo, la universidad, una deuda con una amiga, el celular roto…
—¡Ay, mamá! ¿Por qué siempre tienes que desconfiar de mí? —su tono se volvió cortante—. Si no puedes ayudarme, dímelo de una vez.
Sentí un nudo en la garganta. ¿En qué momento mi hija se convirtió en una extraña? ¿Cuándo el amor se transformó en esta cadena invisible que me asfixia?
Colgué sin responder. Me quedé sentada en la oscuridad, escuchando el tic-tac del reloj y el retumbar de mi propio corazón. Pensé en mi madre, doña Teresa, que siempre decía: “Uno cría hijos para la vida, no para uno”. Pero yo no sabía cómo soltar a Milena. ¿Cómo dejarla caer si todo mi instinto gritaba por protegerla?
Al día siguiente, en el trabajo, apenas podía concentrarme. Soy secretaria en una clínica pequeña; los pacientes iban y venían, pero yo solo veía el rostro de Milena en cada joven que cruzaba la puerta. Mi compañera, Lucía, notó mi tristeza.
—¿Otra vez problemas con tu hija? —preguntó con suavidad.
Asentí. Lucía suspiró y me miró con compasión.
—A veces hay que dejar que aprendan solos —dijo—. Si no, nunca van a crecer.
Pero ¿cómo explicarle que mi miedo más grande era perderla? Que si dejaba de ayudarla, tal vez se iría para siempre. O peor aún: que algo malo le pasara y yo fuera responsable por no estar ahí.
Esa noche, Milena apareció sin avisar. Abrió la puerta con su llave vieja y entró como un vendaval.
—¿Por qué no me contestas los mensajes? —reclamó—. ¡Te he estado llamando toda la tarde!
La miré: ojeras profundas, ropa arrugada, el cabello recogido a la carrera. No era la niña que yo recordaba; era una mujer cansada y furiosa.
—Milena, tenemos que hablar —dije con voz firme—. No puedo seguir dándote dinero cada vez que lo pides. Esto no es vida ni para ti ni para mí.
Ella se dejó caer en el sofá y rompió a llorar.
—No entiendes nada… Todo me sale mal. No consigo trabajo fijo, los amigos solo están cuando hay plata… No sé qué hacer —sollozó.
Me acerqué y la abracé. Sentí su cuerpo temblar como cuando era pequeña y tenía fiebre. Pero ahora su dolor era otro: más profundo, más difícil de curar.
—Hija, yo siempre voy a estar aquí para ti —le susurré—. Pero tienes que aprender a salir adelante sola. No puedo salvarte de todo.
Milena me miró con rabia y tristeza.
—¿Entonces me vas a dejar sola? ¿Como papá?
Su pregunta me atravesó como un cuchillo. El abandono de su padre había dejado cicatrices invisibles en ambas. Yo había intentado llenar ese vacío con amor… y con dinero. Ahora entendía que solo había creado otro tipo de dependencia.
Pasaron semanas difíciles. Milena dejó de llamarme tan seguido. Al principio sentí alivio mezclado con culpa; después vino el silencio: días enteros sin saber de ella. Me preguntaba si estaría bien, si tendría qué comer o dónde dormir.
Una tarde recibí una llamada inesperada.
—Mamá… —su voz era suave, casi un susurro—. Conseguí trabajo en una cafetería. No es mucho, pero quiero intentarlo sola esta vez.
Lloré de alivio y orgullo. Le dije que siempre estaría aquí si me necesitaba, pero que confiaba en ella.
Esa noche recé por Milena y por mí misma: para tener la fuerza de dejarla volar aunque me doliera el alma.
Hoy sigo preguntándome: ¿Hasta dónde llega el amor de una madre? ¿Es posible querer tanto a un hijo que terminas perdiéndolo? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?