Las cadenas de la perfección: El dilema de una madre mexicana
—Mamá, ya no puedo más. Quiero divorciarme de Javier.
La voz de Lucía temblaba, pero sus ojos estaban firmes. Era la noche del cumpleaños de mi esposo, en nuestra casa de la colonia Providencia, rodeados de primos, tías y vecinos. El mariachi apenas había terminado de cantar «El Rey» cuando mi hija me arrastró a la cocina, lejos del bullicio y las miradas indiscretas. Sentí que el mundo se detenía, que el aire se volvía denso y pesado, como si la noticia hubiera caído sobre mí con todo el peso de los años y las expectativas.
—¿Estás loca? —le susurré, apretando los dientes—. ¿Qué va a decir la familia? ¿Y tus hijos? ¿Y Javier? ¡Si todos los ven como la pareja perfecta!
Lucía bajó la mirada. Tenía 32 años, dos hijos pequeños y una vida que, desde afuera, parecía sacada de una telenovela: casa propia, esposo trabajador, vacaciones en Vallarta cada verano. Pero yo sabía que las apariencias engañan. Lo sabía porque yo misma había vivido una mentira durante años.
Mi nombre es Carmen. Crecí en un pueblo de Jalisco donde el qué dirán era ley. Me casé con el primer hombre que me pidió matrimonio porque así debía ser. Aguanté infidelidades, gritos y silencios eternos porque «una mujer decente no abandona su hogar». Cuando Lucía nació, juré que ella sería diferente, que no repetiría mis errores. Pero ahora que me enfrentaba a su decisión, sentía miedo. Miedo a que la juzgaran, miedo a perder esa imagen de familia perfecta que tanto trabajo me costó construir.
—Mamá —me dijo Lucía con voz quebrada—, ya no soy feliz. Javier me ignora, se burla de mis sueños y hasta me ha gritado delante de los niños. No quiero que mis hijos piensen que eso es normal.
Sentí un nudo en la garganta. Recordé las noches en las que lloraba en silencio para no despertar a Lucía ni a su hermano. Recordé cómo mi madre me decía: «Aguanta, Carmen. Así es el matrimonio». Pero también recordé el vacío, la soledad y el resentimiento que crecieron dentro de mí como una mala hierba.
—¿Y si te arrepientes? —le pregunté, buscando cualquier excusa para no enfrentar la realidad.
—Prefiero arrepentirme de intentarlo que vivir toda mi vida preguntándome qué hubiera pasado si hubiera tenido el valor —me respondió.
En ese momento, escuchamos la risa de los niños corriendo por el pasillo y el grito de mi hermana: «¡Carmen! ¡Ven a partir el pastel!». Salimos de la cocina como si nada hubiera pasado, pero dentro de mí todo estaba revuelto.
Durante las semanas siguientes, la noticia me perseguía como una sombra. En el mercado, las vecinas hablaban sobre la separación de la hija de Doña Lupita y cómo eso era «una vergüenza para la familia». En la iglesia, el padre hablaba sobre la importancia del matrimonio y yo sentía que cada palabra era una acusación directa hacia mí y hacia Lucía.
Una tarde, mientras preparaba tamales para el cumpleaños de mi nieto Emiliano, mi esposo Ramón entró a la cocina.
—¿Qué te pasa, Carmen? Te veo distraída —me preguntó sin levantar la vista del periódico.
—Nada —mentí—. Solo estoy cansada.
Pero Ramón me conocía demasiado bien.
—¿Es por Lucía? —preguntó en voz baja.
Asentí. Él suspiró y dejó el periódico a un lado.
—Mira, Carmen. Yo también soñé con una familia perfecta. Pero si nuestra hija no es feliz… ¿de qué sirve todo esto?
Me sorprendió su sinceridad. Ramón nunca fue un hombre de muchas palabras ni emociones abiertas. Pero en ese momento sentí que compartíamos el mismo miedo: perder lo que habíamos construido por fuera, aunque por dentro estuviera lleno de grietas.
Esa noche no pude dormir. Pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela que enviudó joven y sacó adelante a sus hijos sola; mi madre que aguantó hasta el último día; mis tías divorciadas a escondidas para evitar el escándalo. Pensé en Lucía y en mis nietos. ¿Qué ejemplo quería dejarles?
Al día siguiente busqué a Lucía en su departamento. Me abrió la puerta con los ojos hinchados pero una sonrisa tímida.
—¿Vienes a regañarme otra vez? —bromeó.
Negué con la cabeza y la abracé fuerte.
—No vine a regañarte —le susurré—. Vine a decirte que te apoyo. Que hagas lo que tengas que hacer para ser feliz. Y si alguien te juzga… que me juzguen a mí también.
Lucía rompió en llanto y yo lloré con ella. Por primera vez sentí que estaba rompiendo las cadenas invisibles que nos ataban a todas las mujeres de mi familia.
El proceso no fue fácil. Hubo chismes, miradas incómodas en las reuniones familiares y hasta reproches velados de algunas tías: «¿Cómo permitiste esto, Carmen?» Pero también hubo apoyo inesperado: mi hermana menor confesó que ella también había pensado en separarse años atrás pero nunca se atrevió; una vecina me abrazó en el mercado y me dijo: «Qué valiente tu hija».
Hoy Lucía está rehaciendo su vida. Mis nietos sonríen más y yo he aprendido a mirar más allá de las apariencias. La perfección es solo una fachada; lo importante es la paz interior y la felicidad verdadera.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres siguen viviendo atadas al miedo por lo que dirán los demás? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos a nosotras mismas antes que a las apariencias?