Las espinas de la convivencia: una historia de rosas y resentimientos

—¡Se lo digo por última vez, señora Lucía! O arranca esas rosas o llamo a la municipalidad. ¡No puedo ni respirar cuando florecen!

La voz de doña Marta retumbó en la reja oxidada que separa nuestros terrenos. Yo estaba agachada, con las manos llenas de tierra, intentando rescatar una raíz que mi abuela me había regalado antes de morir. El sol del mediodía caía a plomo sobre el barrio San Gabriel, y el aroma de las rosas recién abiertas flotaba en el aire, mezclado con el olor a café que venía de la cocina.

No era la primera vez que doña Marta venía a reclamar. Desde que mi esposo y yo compramos este terreno en las afueras de Medellín, hace ya dos años, ella se había convertido en una presencia constante y molesta. Al principio pensé que era amable, que sus visitas con arepas y chismes eran una forma de darnos la bienvenida. Pero pronto entendí que su amabilidad era solo una fachada para controlar todo lo que ocurría en la cuadra.

—Doña Marta, ¿por qué no hablamos esto con calma? —le dije, tratando de no perder la paciencia—. Las rosas están en mi jardín y no veo cómo pueden afectarla tanto.

Ella me miró con esos ojos chiquitos y duros, como si pudiera ver a través de mis excusas.

—¡Usted no entiende! Mi hija viene cada fin de semana y se pone malísima. ¡No es justo! Además, esas rosas atraen abejas y ya picaron a mi nieto.

Sentí cómo la rabia me subía por el pecho. Mi esposo, Julián, salió al porche, secándose las manos en el pantalón.

—¿Otra vez con lo mismo, Marta? —dijo él, cansado—. Ya le explicamos que Lucía cuida esas rosas porque eran de su abuela. No podemos simplemente arrancarlas.

Marta bufó y se fue murmurando amenazas. Cerré los ojos y respiré hondo. ¿Cómo podía algo tan hermoso como un rosal convertirse en motivo de guerra?

Esa noche, mientras cenábamos frijoles con arroz y plátano maduro, Julián me miró serio.

—Amor, ¿y si trasplantamos las rosas al fondo del terreno? Así Marta no tendría excusas.

Sentí un nudo en la garganta. Esas rosas eran mi único vínculo con mi abuela Rosa (sí, así se llamaba), que me enseñó a amar la tierra y a no rendirme ante las adversidades. Cuando era niña, ella me decía: “Lucía, las rosas tienen espinas para protegerse. No te dejes pisotear”.

—No quiero moverlas —susurré—. Siento que si las arranco, pierdo una parte de ella… y de mí.

Julián suspiró y me tomó la mano.

—Pero tampoco podemos vivir peleando con los vecinos toda la vida.

Esa noche no dormí bien. Soñé con mi abuela, con su voz dulce y sus manos arrugadas plantando esquejes bajo el sol del pueblo. Me desperté sudando, con el corazón apretado.

Al día siguiente, encontré una nota pegada en la reja: “Última advertencia. Si no quita las rosas, llamo a las autoridades”.

Me temblaron las manos. ¿De verdad podía alguien obligarme a destruir mi jardín? Fui a hablar con don Ernesto, el presidente de la junta comunal.

—Mire, Lucía —me dijo él mientras sorbía su tinto—. La ley está de su lado si las plantas no invaden el terreno ajeno ni causan daño comprobable. Pero usted sabe cómo es esto… Mejor evitar problemas.

Salí de ahí sintiéndome sola y acorralada. En el mercado, las vecinas cuchicheaban cuando pasaba. Una me dijo al oído:

—Dicen que usted es terca y orgullosa… pero yo sé lo que significan esas flores para usted.

Esa tarde, mientras regaba los rosales, vi a la hija de Marta llegar en su camioneta blanca. Bajó con su hijo pequeño y entraron rápido a la casa. Me pregunté si realmente sufría tanto por las flores o si todo era una excusa para molestarme.

Esa noche hubo tormenta. El viento azotó fuerte y al amanecer encontré varias ramas rotas en el jardín. Pero lo peor fue ver que alguien había arrancado dos rosales de raíz. Me arrodillé en el barro y lloré como una niña. Julián me abrazó sin decir nada.

—Esto ya pasó de castaño a oscuro —dijo él después—. No podemos dejar que nos pisoteen así.

Fui a encarar a Marta. Ella negó todo, pero vi un destello de satisfacción en su mirada.

—Yo no fui —dijo encogiéndose de hombros—. Pero si ya los quitaron, mejor para todos.

Sentí ganas de gritarle, pero me contuve. Volví a casa y llamé a mi mamá en Bucaramanga.

—Mamá, ¿qué hago? Siento que estoy perdiendo la batalla…

Ella me escuchó en silencio y luego me dijo:

—Hija, uno no puede vivir peleando siempre. Pero tampoco puede dejarse aplastar por los demás. Haz lo que te dicte el corazón.

Esa noche tomé una decisión: plantaría nuevos rosales, pero esta vez los pondría cerca del muro del fondo y pondría una cerca viva para protegerlos. No iba a dejar que el rencor me cambiara ni que Marta ganara esta guerra absurda.

Pasaron los meses. La relación con Marta siguió fría, pero poco a poco los demás vecinos empezaron a acercarse más a mí. Un día doña Teresa vino con un pastel de guayaba:

—Lucía, qué bonito quedó tu jardín… Y qué valor tienes para defender lo tuyo.

A veces veo a Marta mirar mis nuevas rosas desde su ventana. Ya no dice nada, pero sé que le molesta verlas florecer otra vez.

Hoy, mientras podo las ramas y huelo el perfume dulce de mis flores, pienso en todo lo que hemos pasado por un simple jardín. ¿Por qué nos cuesta tanto convivir? ¿Por qué dejamos que el orgullo o el miedo nos separen?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han tenido que defender algo importante ante la incomprensión o la hostilidad? ¿Vale la pena resistir… o es mejor ceder?