Las Grietas Invisibles: El Viaje de Cristina y Jerónimo Entre Expectativas y Realidad

—¿Por qué nunca puedes llegar a tiempo, Jerónimo? —grité desde la cocina, apretando el trapo entre mis manos como si pudiera exprimirle la rabia.

Él entró, empapado por la lluvia de la tarde bogotana, con esa sonrisa cansada que antes me derretía y ahora solo me irritaba. Cerró la puerta con cuidado, como si temiera romper algo más en nuestra casa.

—Lo siento, Cris. El TransMilenio estaba imposible —dijo, dejando su mochila en el suelo.

No respondí. Solo miré el reloj y luego la mesa: la sopa ya se había enfriado. Pensé en mi mamá, en cómo siempre decía que una mujer debía ser paciente, pero yo sentía que la paciencia se me había acabado hacía meses. ¿Por qué tenía que ser yo la que esperara siempre?

Nuestra historia empezó como empiezan muchas en Colombia: una fiesta de amigos, aguardiente, risas bajo las luces de una terraza en Chapinero. Jerónimo era diferente. No tenía miedo de bailar ni de decir lo que pensaba. Yo venía de una familia donde los silencios pesaban más que las palabras y él parecía una bocanada de aire fresco.

Pero los años pasaron y el aire fresco se volvió viento frío. Las cuentas no alcanzaban, el arriendo subía y los sueños se achicaban. Yo quería más: un apartamento propio, un carro, tal vez un viaje a Cartagena como los que veía en Instagram. Jerónimo solo quería llegar a fin de mes sin deberle plata al casero.

—¿Por qué no buscas otro trabajo? —le pregunté una noche, mientras él revisaba su celular—. Algo mejor pagado.

—No es tan fácil, Cris. Tú sabes cómo está el país —respondió sin mirarme.

—Siempre tienes una excusa —susurré, pero lo suficientemente alto para que me oyera.

Él se levantó y salió al balcón. Lo vi encender un cigarrillo, aunque había prometido dejarlo. Me sentí sola en ese momento, como si viviéramos en dos mundos distintos separados por una puerta de vidrio.

Las peleas se volvieron rutina. Mi hermana Mariana me decía que era normal, que todas las parejas peleaban. Pero yo sentía que algo se rompía cada vez que discutíamos. Una noche, después de una discusión por la compra del mercado, Jerónimo me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Alguna vez vas a estar satisfecha conmigo? —preguntó con voz temblorosa.

No supe qué responder. Me quedé callada, mirando mis manos. ¿Era yo la del problema? ¿O era él quien no hacía suficiente?

Mi papá siempre decía que el amor era aguante. Pero yo no quería aguantar; quería ser feliz. Empecé a compararlo con los esposos de mis amigas: uno ingeniero en Medellín, otro gerente en Cali. Todos parecían tener más éxito que Jerónimo. Y aunque él me amaba a su manera —con detalles pequeños, como traerme empanadas después del trabajo o arreglar la gotera del baño— yo solo veía lo que faltaba.

Un día, mi mamá vino de visita. Notó el ambiente tenso y me llevó a la cocina.

—Cristina, hija, ¿qué te pasa? Antes eras más alegre.

—No sé, mamá. Siento que Jerónimo no es lo que esperaba —le confesé, con la voz quebrada.

Ella me miró con ternura y tristeza.

—A veces esperamos demasiado de los demás y muy poco de nosotras mismas —dijo—. El amor no es perfecto.

Sus palabras me dolieron más que cualquier pelea con Jerónimo. Esa noche lo observé dormir y sentí una mezcla de culpa y resentimiento. ¿Por qué no podía conformarme? ¿Por qué sentía ese vacío?

Las cosas empeoraron cuando perdí mi trabajo en la editorial. De repente, dependía económicamente de Jerónimo y eso me llenó de rabia y vergüenza. Empecé a buscar empleo desesperadamente, pero las puertas se cerraban una tras otra. Él intentaba animarme, pero yo solo veía sus defectos amplificados por mi frustración.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché su voz desde el cuarto:

—Cris, ¿puedes venir un momento?

Entré y lo vi sentado en la cama con una carta en la mano.

—Me ofrecieron un trabajo en Medellín —dijo—. No es mucho más dinero, pero podríamos empezar de nuevo allá.

Sentí miedo y enojo al mismo tiempo.

—¿Y dejar todo esto? ¿Nuestra familia? ¿Nuestros amigos? —pregunté al borde del llanto.

—¿Qué tenemos aquí realmente? —respondió él—. Solo peleas y reproches.

No supe qué decirle. Me di cuenta de que estaba tan aferrada a mis expectativas que había dejado de ver lo bueno que teníamos.

Esa noche lloré en silencio mientras Jerónimo dormía a mi lado. Recordé los primeros años juntos: las caminatas por La Candelaria, las carcajadas en el parque Simón Bolívar, los sueños compartidos bajo las estrellas del páramo. ¿En qué momento dejamos de soñar juntos?

Al día siguiente le dije que aceptara el trabajo. Decidimos mudarnos a Medellín con la esperanza de empezar de nuevo. Pero las grietas invisibles seguían ahí; no bastaba cambiar de ciudad para sanar lo roto entre nosotros.

Un domingo cualquiera, después de meses intentando reconstruirnos, Jerónimo me miró con una tristeza serena:

—Cris, creo que ya no sabemos cómo amarnos sin lastimarnos.

No discutí. Solo asentí y sentí un alivio doloroso. Nos abrazamos por última vez antes de separarnos definitivamente.

Hoy escribo estas líneas desde un pequeño apartamento en Envigado. A veces extraño a Jerónimo; otras veces agradezco haber tenido el valor de soltarlo. He aprendido que el amor no es una lista de requisitos ni un contrato de expectativas imposibles.

¿Hasta dónde deben llegar nuestras expectativas antes de destruir lo que amamos? ¿Cuántas veces hemos exigido más sin ver lo suficiente en el otro? Los leo.