Las medias rotas de mi hijo: un domingo que lo cambió todo

—¡Julián, por Dios! ¿Qué es eso en tus pies? —grité antes de poder contenerme, mientras él se quitaba los zapatos en el pasillo de mi casa.

Mi hijo, mi orgullo, el ingeniero que tanto me costó sacar adelante, estaba ahí parado con las medias llenas de agujeros, los dedos asomando como si quisieran escapar de la tela. Sentí una mezcla de rabia y vergüenza que me subió a la cara como un golpe de calor. Mi nuera, Camila, apenas levantó la vista y fingió acomodar su bolso.

—Mamá, son solo medias —dijo Julián, encogiéndose de hombros, como si no fuera nada.

Pero para mí lo era todo. Había pasado la mañana cocinando: sopaipillas, cazuela, ensalada chilena, todo lo que le gustaba desde niño. Había puesto la mesa con el mantel bordado que era de mi mamá, los platos buenos, las copas de vidrio grueso. Todo impecable, como si fuera Navidad. Y él… con esas medias.

—¿No tienes otras? —insistí, tratando de no sonar tan dura. Pero ya era tarde. Camila me miró con esa cara de «otra vez la suegra», y Julián se fue directo al comedor sin contestar.

Me quedé parada en el pasillo, sintiendo cómo la rabia se mezclaba con una tristeza antigua. Recordé los años en que yo misma remendaba las medias de Julián cuando era niño, usando hilo y aguja porque no alcanzaba para comprar nuevas. Pero ahora… ahora él tenía trabajo, tenía casa propia. ¿Por qué venía así?

Durante el almuerzo intenté hacer como si nada pasara. Hablé del clima, del precio del tomate, de la vecina que se había caído en la feria. Pero el silencio entre Julián y Camila era espeso. Apenas probaban bocado.

—¿Y cómo va el trabajo? —pregunté finalmente.

Julián suspiró.

—Bien, mamá. Lo mismo de siempre.

—¿Y tú, Camila? ¿Cómo va la escuela? —ella era profesora en un colegio público.

—Bien… aunque este mes no nos pagaron a tiempo —dijo bajito.

Ahí lo entendí. No era solo descuido. Era algo más profundo. Algo que yo conocía demasiado bien: la vergüenza de no tener suficiente.

—¿Les falta algo? —pregunté, bajando la voz.

Julián apretó los labios. Camila bajó la mirada al plato.

—No queremos molestar, mamá —dijo él finalmente—. Estamos bien.

Pero yo sabía leer entre líneas. Sabía lo que era estirar el sueldo hasta fin de mes, lo que era elegir entre comprar carne o pagar la luz. Sabía lo que era remendar medias hasta que ya no daban más.

Me levanté sin decir nada y fui al dormitorio. Abrí el cajón donde guardaba las medias nuevas que había comprado en oferta para regalar en Navidad. Tomé dos pares y volví al comedor.

—Toma —le dije a Julián, poniéndolos sobre su plato—. No es caridad. Es amor de madre.

Él me miró con los ojos brillosos. Camila se mordió el labio y asintió en silencio.

El resto del almuerzo transcurrió en una calma tensa. Hablamos poco. Cuando terminaron, Julián se puso las medias nuevas antes de irse. Me abrazó fuerte, como cuando era niño y tenía miedo a la oscuridad.

Cuando se fueron, me senté sola en la mesa vacía y lloré en silencio. Lloré por mi hijo, por su orgullo herido, por la impotencia de no poder ayudar más. Lloré por todas las madres que ven a sus hijos luchar en silencio y no saben cómo tenderles la mano sin herirlos más.

Esa noche llamé a mi hermana Rosa en Mendoza.

—¿Te acordás cuando papá se quedaba sin trabajo y mamá nos remendaba las medias una y otra vez? —le pregunté entre lágrimas.

—Claro que sí —me respondió—. Pero nunca nos faltó amor ni comida caliente.

Pensé en eso mucho tiempo después de colgar. ¿De qué sirve el orgullo cuando uno tiene frío en los pies? ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda a quienes más nos quieren?

La semana siguiente fui a visitar a Julián y Camila sin avisar. Llevé una bolsa con pan casero, frutas y un paquete grande de medias para cada uno. Cuando llegué, Camila estaba sentada en el suelo jugando con mi nieta pequeña, Valentina.

—¡Abuela! —gritó Valentina corriendo a abrazarme.

Julián salió de la pieza con cara de sueño y ojeras profundas.

—Mamá…

Vi el desorden: platos sucios, ropa colgada en las sillas, una pila de cuentas sobre la mesa.

—No vine a juzgar —le dije antes de que pudiera hablar—. Vine porque los quiero.

Nos sentamos los tres en la cocina mientras Valentina dibujaba corazones en una hoja vieja.

—Estamos pasando un momento difícil —admitió Julián finalmente—. El banco nos subió el dividendo y Camila está con menos horas en el colegio…

Lo escuché sin interrumpirlo. Sentí una mezcla de orgullo y tristeza: orgullo porque finalmente podía confiarme sus problemas; tristeza porque no podía resolverlos todos como cuando era niño.

—No están solos —les dije—. Yo también pasé por esto. Y salimos adelante juntos.

Esa tarde cocinamos sopaipillas entre los tres y reímos como hacía años no lo hacíamos. Me fui a casa con el corazón más liviano, aunque sabía que los problemas no desaparecerían de un día para otro.

Ahora cada vez que veo unas medias rotas pienso en todo lo que callamos por vergüenza o por orgullo. Pienso en cuántas familias latinoamericanas esconden sus dificultades detrás de una sonrisa o una mesa bien puesta.

¿Hasta cuándo vamos a dejar que el orgullo nos impida pedir ayuda? ¿Cuántos hijos caminan con los pies fríos solo por no querer preocupar a sus madres?