Las Promesas Rotos del Hogar: Un Regreso Amargo al Campo

—¿Y entonces para qué me maté tantos años allá, si ni siquiera quieren venir?— grité, la voz quebrada, mientras veía a mi hijo Emiliano bajar la mirada y apretar la mano de su esposa, Fernanda. La tarde caía sobre el rancho, tiñendo de naranja las paredes recién pintadas de la casa que levanté con mis propias manos, ladrillo por ladrillo, con el sudor de mi frente y los dólares que mandé desde Los Ángeles durante veinte años.

No era la primera vez que discutíamos. Desde que regresé a San Miguel del Alto, Jalisco, hace seis meses, cada conversación terminaba igual: yo rogando que se quedaran, ellos inventando excusas para volver a Guadalajara. «Papá, allá está nuestro trabajo, la escuela de los niños… aquí no hay nada para nosotros», repetía Emiliano, como si no viera el jardín que sembré pensando en mis nietos, o el cuarto extra que construí para ellos.

Me senté en la mecedora del porche, sintiendo cómo el silencio se colaba entre nosotros. Fernanda se acercó con cautela. —Don Toño, no es que no valoremos lo que hizo. Pero nuestra vida está allá. Aquí… aquí nos sentimos fuera de lugar.

Recordé entonces las noches en el norte, cuando limpiaba oficinas hasta la madrugada y soñaba con este momento: la familia reunida, el asador encendido, los niños corriendo entre los árboles de durazno. Cada remesa era una promesa: pronto volveremos, pronto estaremos juntos. Pero ahora que por fin podía tocar las paredes de mi casa, todo me parecía vacío.

—¿Y yo? ¿Dónde quedo yo?— pregunté, sin poder evitar que se me quebrara la voz. Emiliano se acercó y me abrazó fuerte. Sentí su corazón latiendo rápido, como si también estuviera a punto de romperse.

—Papá, usted siempre va a ser nuestro hogar. Pero tenemos miedo de empezar de cero aquí. Fernanda no conoce a nadie. Los niños tampoco. Y yo… yo ya no soy el mismo de antes.

Me quedé callado. ¿Cuántas veces había escuchado historias parecidas en el norte? Compañeros que regresaban al rancho sólo para descubrir que sus hijos ya no querían volver. Que el campo ya no era suficiente para ellos. Que los sueños de los padres no siempre eran los sueños de los hijos.

Esa noche cenamos en silencio. El mole sabía amargo. Fernanda recogió los platos y Emiliano salió al patio a fumar un cigarro. Yo me quedé mirando las fotos viejas en la pared: mi esposa Lucía, que murió antes de ver terminada la casa; Emiliano de niño, con las rodillas raspadas y una sonrisa enorme; yo, joven y fuerte, antes de que la nostalgia y el cansancio me encorvaran la espalda.

Al día siguiente, Emiliano me ayudó a arreglar la cerca del corral. Trabajamos en silencio hasta que él rompió el hielo:

—Papá… ¿usted es feliz aquí?

No supe qué responderle. ¿Feliz? Había soñado tanto con este regreso que nunca me pregunté si realmente era lo que quería o sólo lo que necesitaba para sobrevivir allá lejos. Le respondí con otra pregunta:

—¿Y tú? ¿Eres feliz en la ciudad?

Se encogió de hombros.

—A veces sí… a veces no. Pero allá siento que pertenezco. Aquí… siento que le fallo a usted.

Me dolió escucharlo. No quería ser una carga ni una culpa para él. Pero tampoco podía evitar sentirme traicionado por sus decisiones.

Esa tarde salimos juntos al pueblo. Compramos pan dulce y saludamos a los vecinos. Todos me preguntaban por «el hijo del gringo», como le decían a Emiliano por haber nacido cuando yo ya estaba en Estados Unidos. Vi cómo él sonreía incómodo, cómo Fernanda apretaba el brazo de mi nieto Santiago cada vez que alguien le preguntaba si le gustaba el rancho.

Por la noche, mientras Emiliano empacaba sus cosas para regresar a Guadalajara al día siguiente, me senté junto a él en la cama.

—Hijo… sólo quiero que sepas que esta casa siempre será tuya. Aunque no vivas aquí. Aunque sólo vengas de visita.

Él me abrazó fuerte y lloró en silencio. Yo también lloré, pero traté de hacerlo sin ruido, como cuando extrañaba a Lucía en las noches frías del norte.

A la mañana siguiente los vi partir desde el portón. Santiago me saludó con la mano desde la ventana del coche y Fernanda me lanzó un beso al aire. Emiliano bajó el vidrio y gritó:

—¡Lo quiero mucho, papá! ¡No se sienta solo!

Me quedé parado mucho rato mirando cómo el polvo del camino se asentaba poco a poco sobre el silencio del campo.

Ahora paso los días cuidando el huerto y hablando con Lucía entre sus flores favoritas. A veces vienen los vecinos a platicar o a pedir ayuda con alguna cerca rota. Otras veces sólo escucho el viento y los grillos.

Me pregunto si hice bien en soñar tanto con un regreso que sólo era mío. Si acaso el hogar es un lugar o simplemente las personas que amamos, aunque estén lejos.

¿De qué sirve construir paredes si los corazones de quienes amamos ya no viven dentro? ¿Cuántos padres y madres han sentido este mismo vacío al regresar? ¿Ustedes también han sentido alguna vez que su hogar ya no es donde lo dejaron?