Las reglas de mi abuela: Sabiduría olvidada en el corazón de Chiapas

—¡No voy a dejar que vendas la casa, Ernesto! —grité, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba los techos de lámina y el olor a café recién hecho se mezclaba con el de la tierra mojada.

Mi hermano me miró con los ojos llenos de rabia y cansancio. Había regresado de Monterrey solo para esto: para discutir, para pelear, para recordarme que la vida en San Cristóbal no era suficiente para él ni para nadie. Pero para mí, esta casa era todo lo que quedaba de nuestra abuela Carmen, la mujer que nos crió cuando mamá se fue y papá se perdió en el alcohol.

—¿Y qué quieres que haga, Lucía? —me respondió, apretando los puños—. ¿Seguir aquí, viendo cómo se cae a pedazos? No tenemos dinero ni para arreglar el techo. Yo tengo una familia que mantener.

Sentí cómo la rabia me subía por el pecho. No era solo la casa. Era la memoria de las tardes en el patio, los cuentos junto al fogón, las canciones en tzotzil que mi abuela cantaba cuando creía que dormíamos. Era la dignidad de no dejar que todo eso se perdiera por unos cuantos billetes.

Me encerré en el cuarto de mi abuela. Allí, entre sus mantas bordadas y las fotos amarillentas, encontré un cuaderno viejo, cubierto de polvo. Lo abrí sin pensar y me encontré con una lista escrita con su letra firme:

  1. Nunca vendas tu raíz por oro ajeno.
  2. La familia es primero, aunque duela.
  3. Escucha antes de juzgar.
  4. El perdón es más fuerte que el orgullo…

Veinte reglas. Veinte consejos que mi abuela había escrito para sí misma, o tal vez para nosotros. Me senté en el suelo y lloré como no lo hacía desde niña.

Esa noche, mientras Ernesto dormía en el sofá, leí cada regla en voz alta, como si invocara su espíritu. Recordé su voz: “Lucía, la vida aquí es dura, pero también es nuestra. No te olvides nunca de quién eres”.

Al día siguiente, intenté hablar con Ernesto. Le mostré el cuaderno.

—¿Te acuerdas cuando la abuela nos hacía prometer que nunca nos separaríamos? —le pregunté.

Él lo hojeó sin mucho interés al principio, pero algo cambió en su mirada cuando leyó la regla número 7: “No permitas que el dinero destruya lo que el amor construyó”.

—¿Y qué propones? —me dijo, más suave.

—Podemos arreglar la casa poco a poco. Yo puedo vender pan en el mercado, tú podrías ayudarme a pintar los cuartos cuando vengas. No es mucho, pero es nuestro.

Ernesto suspiró. Vi en sus ojos el peso de las deudas, el miedo al fracaso, pero también una chispa de esperanza.

Los días siguientes fueron una mezcla de discusiones y silencios incómodos. Mi tía Rosa vino a meter cizaña: “Esa casa solo trae desgracias”, decía. Mi primo Julián ofreció comprarla para abrir un hostal para turistas extranjeros. Cada oferta era una puñalada.

Pero yo seguía leyendo las reglas de la abuela cada noche. Me aferraba a ellas como quien se aferra a una tabla en medio del mar.

Una tarde, mientras barría el patio, encontré a Ernesto sentado bajo el árbol de guayaba donde jugábamos de niños.

—¿Te acuerdas cuando mamá se fue? —me preguntó de repente—. Yo tenía miedo todas las noches. Solo la abuela me calmaba.

Me senté a su lado y lloramos juntos por primera vez en años. Hablamos de nuestros miedos, de lo solos que nos sentíamos, del rencor que nos había separado sin darnos cuenta.

Poco a poco, empezamos a reparar la casa. Conseguimos ayuda de los vecinos; don Manuel nos regaló unas tejas viejas, doña Lupita nos enseñó a hacer mezcla para tapar las grietas. El pueblo entero parecía recordar a mi abuela con cariño.

Pero no todo era fácil. Una noche entraron a robar; se llevaron la radio y algunas herramientas. Ernesto quería rendirse.

—Esto no vale la pena —dijo—. Nos estamos matando por recuerdos.

Le mostré la regla número 15: “La esperanza es terca como el maíz: aunque la arranques, vuelve a crecer”.

Él sonrió por primera vez en semanas.

El conflicto familiar no desapareció del todo. Mi tía seguía insistiendo en vender; mis primos murmuraban que yo estaba loca por aferrarme al pasado. Pero cada vez que dudaba, leía otra regla:

  1. “El futuro se siembra con lo que no se olvida”.

Un día llegó una carta del banco: si no pagábamos una deuda antigua, podrían embargar la casa. Sentí que todo se venía abajo otra vez. Ernesto y yo discutimos hasta quedarnos sin voz.

—¡No puedo más! —grité—. ¡Siempre tengo que ser yo la que luche!

Él me abrazó torpemente.

—No estás sola —susurró—. Perdón por no haber estado antes.

Juntamos lo poco que teníamos y organizamos una venta de comida típica en la plaza: tamales de chipilín, pozol frío, pan dulce como hacía la abuela. Los vecinos ayudaron; algunos turistas compraron más por curiosidad que por hambre. Reunimos suficiente para pagar una parte del adeudo.

Esa noche, Ernesto y yo nos sentamos bajo las estrellas y leímos juntos la última regla:

  1. “Cuando sientas que todo está perdido, recuerda quién te enseñó a resistir”.

Miré al cielo y sentí a mi abuela cerca, como si su espíritu estuviera entre nosotros, sonriendo orgullosa.

Hoy sigo luchando por esta casa y por mi familia. No sé si lograremos salvarlo todo, pero sé que mientras existan sus palabras y nuestro amor terco, nada estará realmente perdido.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias han olvidado las reglas simples que nos mantienen unidos? ¿Cuántos recuerdos hemos vendido por miedo o necesidad? ¿Vale más un techo nuevo o las historias que guardan sus paredes?

¿Y tú? ¿Qué reglas heredaste y cuáles has olvidado?