Las reglas de mi vida: La historia de Camila y el peso de los secretos
—¡No tienes derecho a volver ahora! —grité, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina y el eco de mis palabras se perdía entre los ladridos de los perros del barrio.
Mi nombre es Camila Torres. Nací y crecí en un pequeño pueblo polvoriento de Jalisco, donde todos se conocen y los secretos pesan más que el calor del mediodía. Mi madre, Lucía, siempre fue una mujer dura. Desde que tengo memoria, me enseñó que la vida no regala nada: «Aquí, mijita, o aprendes a sobrevivir o te comen viva». No recuerdo una sola caricia suya, pero sí sus manos ásperas guiando las mías para encender el fogón, desyerbar el jardín o cargar las bolsas del mandado.
Nunca conocí a mi padre. Mamá decía que se fue antes de que yo pudiera siquiera pronunciar su nombre. «No preguntes por él, Camila. No vale la pena», repetía cada vez que la curiosidad me picaba. Así crecí: entre silencios, miradas esquivas y la certeza de que en esta casa sólo había espacio para dos.
A pesar de todo, fui buena estudiante. Me refugié en los libros y en la escuela, donde los maestros decían que tenía futuro. Pero aquí, en este pueblo, el futuro es una palabra hueca. A los quince años ya sabía cómo negociar con el carnicero para que me fiara carne para la semana y cómo evitar a los muchachos borrachos que rondaban la plaza los sábados por la noche.
Una tarde de junio, cuando el aire olía a tierra mojada y mi madre preparaba café en la cocina, llegó una carta. Era un sobre amarillento, con mi nombre escrito en una letra temblorosa. Lo abrí con manos sudorosas. «Querida Camila: Sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero necesito verte. Estoy enfermo. Tu padre, Ernesto».
El mundo se me vino encima. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tantos años? Mamá me miró desde la puerta, su rostro endurecido por el tiempo y el rencor.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó sin emoción.
—No sé —respondí, sintiendo un nudo en la garganta.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que soñé con un papá que me llevara al parque o me enseñara a andar en bicicleta. Pero ese hombre era un desconocido. ¿Qué quería de mí? ¿Perdón? ¿Compañía? ¿Dinero?
Pasaron los días y la carta seguía sobre mi buró, como una herida abierta. Hasta que una tarde decidí ir a buscarlo. Tomé el camión hacia Guadalajara con el corazón apretado y la cabeza llena de preguntas.
Lo encontré en un cuarto pequeño, en una vecindad vieja. Estaba más flaco de lo que imaginaba, con la piel pegada a los huesos y los ojos hundidos.
—Camila… —susurró al verme—. Gracias por venir.
Me quedé parada en la puerta, sin saber si abrazarlo o salir corriendo.
—¿Por qué te fuiste? —solté al fin.
Él bajó la mirada.
—Era joven… cobarde… Tu mamá y yo peleábamos mucho. No supe ser padre ni esposo.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. Quise gritarle todo lo que había sufrido por su ausencia, pero sólo pude llorar en silencio.
Pasé horas escuchándolo hablar de su vida: trabajos mal pagados, noches solitarias, remordimientos. Me pidió perdón una y otra vez. Yo no sabía si podía perdonarlo.
Regresé al pueblo con más dudas que respuestas. Mamá me esperaba sentada en la sala, tejiendo como si nada hubiera pasado.
—¿Y? —preguntó sin mirarme.
—Está enfermo —dije—. Quiere verme más seguido.
Ella soltó una carcajada amarga.
—Ahora sí te necesita… Qué fácil es pedir cuando ya no queda nada que dar.
Esa noche discutimos como nunca antes. Le reproché su dureza, su silencio, su odio enquistado. Ella me gritó que no tenía idea de lo que era criar sola a una hija en un pueblo lleno de chismes y miradas juzgonas.
—¡Yo también sufrí! —lloró por primera vez frente a mí—. Pero nunca te faltó nada…
Me sentí culpable por mi egoísmo. Por primera vez vi a mi madre como una mujer rota, no sólo como una madre fría.
Los meses pasaron entre visitas al hospital y silencios incómodos en casa. Mi padre murió una mañana lluviosa de octubre. Me dejó una carta: «No vivas con odio en el corazón. Haz tus propias reglas».
Hoy tengo veintitrés años y sigo viviendo con mamá en el mismo pueblo. Pero algo cambió dentro de mí. Ya no cargo con el peso del abandono ni con el rencor heredado. Trabajo en la escuela primaria del pueblo y trato de ser para mis alumnos lo que nadie fue para mí: alguien que escucha sin juzgar.
A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo a mis padres… o si podré romper el ciclo de dolor que parece repetirse en tantas familias como la mía.
¿Ustedes creen que es posible sanar las heridas del pasado? ¿O estamos condenados a vivir bajo las reglas que otros escribieron para nosotros?