Las Sombras Invisibles del Olvido: Una Historia de Amor Perdido en Ciudad Juárez
—¿Por qué llegas tan tarde otra vez, Julián? —pregunté, mi voz temblando entre el ruido de la lluvia golpeando los cristales. Él ni siquiera me miró. Se quitó la chamarra empapada y la arrojó sobre el respaldo del sofá, como si yo fuera invisible, como si mi pregunta fuera solo un eco más en la casa.
No sé en qué momento me convertí en un mueble más de nuestro pequeño departamento en Ciudad Juárez. Recuerdo cuando Julián y yo nos conocimos en la universidad, cuando me escribía poemas y me llevaba flores robadas del parque. Pero ahora, después de quince años juntos y dos hijos —Valeria y Emiliano—, lo único que compartimos es el silencio. Un silencio denso, que pesa más que cualquier grito.
A veces me pregunto si fui yo la que cambió o si fue él quien se cansó de mirarme. La rutina nos devoró poco a poco: los turnos dobles en la maquila, las cuentas por pagar, los uniformes escolares que siempre parecen estar sucios. Pero lo que más duele no es la pobreza ni el cansancio; es esa indiferencia suya, ese modo de pasar a mi lado sin verme.
Mi hermana Lucía siempre me dice que no debo aguantar, que los hombres así no cambian. Ella misma dejó a su esposo cuando descubrió que tenía otra familia en Chihuahua. Pero yo… yo crecí viendo a mi madre soportar todo por nosotros. ¿Será que las mujeres de mi familia estamos condenadas a amar a hombres ausentes?
Una noche, mientras doblaba la ropa de los niños, escuché a Julián hablando por teléfono en voz baja. No era su tono habitual; sonaba dulce, casi nervioso. Me acerqué sin hacer ruido y escuché: “Te extraño… sí, yo también quiero verte pronto”. Sentí una punzada en el pecho. No quise escuchar más. Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida sentada en el suelo frío.
Al día siguiente, preparé el desayuno como siempre. Julián ni siquiera probó el café. Valeria me preguntó por qué papá ya no se reía con nosotros. Le mentí: “Está cansado, mi amor”. Pero yo sabía la verdad. Sabía que había otra mujer, aunque no tenía pruebas. Sabía que yo ya no era suficiente para él.
En el trabajo, mis compañeras notaban mi tristeza. “No te dejes, Mariana”, me decía Rosa entre suspiros mientras cosíamos pantalones sin parar. “Si no te valora, búscate a alguien que sí”. Pero yo no quería a nadie más; solo quería recuperar al Julián que me enamoró.
Una tarde, decidí enfrentarme a él. Esperé a que los niños se durmieran y lo encontré viendo la televisión, como si nada pasara.
—¿Tienes algo que decirme? —le pregunté con la voz firme pero el corazón hecho trizas.
Él ni siquiera apartó la vista de la pantalla.
—No empieces, Mariana. Estoy cansado.
—¿Cansado de qué? ¿De mí? ¿De esta familia?
Por fin me miró, pero sus ojos estaban vacíos.
—No sé… Tal vez sí —susurró.
Sentí cómo se rompía algo dentro de mí. No lloré. No grité. Solo sentí un frío inmenso, como si la lluvia de afuera se hubiera metido en mis huesos.
Esa noche dormí con Emiliano abrazado a mi pecho. Escuchaba los ronquidos de Julián desde el otro cuarto y pensé en todas las veces que soñé con una vida diferente. Pensé en mis hijos y en lo injusto que era para ellos crecer viendo a sus padres convertirse en extraños.
Pasaron semanas así. Julián cada vez llegaba más tarde y hablaba menos conmigo. Un día encontré un recibo de hotel en su pantalón. No necesitaba más pruebas. Lo confronté y él solo bajó la cabeza.
—¿Por qué? —le pregunté entre lágrimas—. ¿Por qué me haces esto?
—No sé… Ya no siento nada —respondió sin mirarme.
Me sentí tan sola como nunca antes. Pensé en irme, pero ¿a dónde? No tenía familia cerca ni dinero suficiente para empezar de nuevo con mis hijos. Mi madre me decía por teléfono: “Aguanta, hija, por tus niños”. Pero Lucía insistía: “No te quedes donde no te quieren”.
Un domingo por la tarde, mientras Valeria jugaba con su muñeca rota y Emiliano veía caricaturas viejas en la tele, sentí una fuerza extraña dentro de mí. Miré a mis hijos y supe que merecían algo mejor: una madre feliz, aunque estuviera sola; un hogar donde no pesara el silencio ni doliera el olvido.
Esa noche le pedí a Julián que se fuera. No gritamos ni lloramos; solo nos miramos como dos desconocidos que alguna vez compartieron un sueño y ahora solo compartían recuerdos rotos.
Los primeros días fueron difíciles. Los niños preguntaban por su papá y yo inventaba excusas torpes. Pero poco a poco aprendimos a reír otra vez, a cenar juntos sin miedo al silencio. Empecé a trabajar horas extras y Lucía venía a ayudarnos los fines de semana.
A veces todavía duele ver parejas tomadas de la mano en el parque o escuchar canciones viejas en la radio. Pero también siento orgullo de haber tenido el valor de elegirme a mí misma y a mis hijos.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en sombras invisibles esperando ser vistas? ¿Cuántos hogares latinoamericanos esconden historias como la mía detrás de puertas cerradas? ¿Vale la pena quedarse donde uno ya no es amado?