Le di la mitad de mi casa a mi hijo, y ahora soy una carga: ¿merece una madre este destino?

—¿Por qué no puedes entenderlo, mamá? —me gritó Julián desde la sala, mientras yo intentaba no dejar caer la taza de café que temblaba en mis manos.

No era la primera vez que escuchaba ese tono en su voz, pero cada vez dolía más. Me quedé parada en la cocina, mirando el patio por la ventana. El sol caía sobre las macetas que yo misma había pintado hace años, cuando la casa aún era mía, cuando Julián era apenas un niño y corría descalzo tras los perros del vecino. Ahora, a sus treinta y cinco años, parecía que todo lo que yo hacía le molestaba.

—No es tan fácil para mí, Julián —le respondí con voz baja—. Esta también es mi casa.

Él bufó, se pasó la mano por el cabello y me miró como si fuera una extraña. —Pero ya no es solo tuya, mamá. Yo también tengo derecho a decidir aquí.

Me senté en la mesa, sintiendo cómo el peso de los años se me venía encima. Recordé el día en que firmé los papeles ante el notario en el centro de San Juan del Río. Julián y su esposa, Mariana, estaban tan ilusionados. «Así podremos construir arriba y tener nuestro propio espacio», me dijeron. Yo solo pensaba en ayudarles, en verlos felices. Nunca imaginé que ese acto de amor se volvería en mi contra.

Desde que Mariana se mudó con nosotros, las cosas cambiaron. Al principio todo era cordialidad y sonrisas forzadas. Pero pronto empezaron los comentarios: «Doña Teresa, ¿no cree que sería mejor si guardara sus cosas en su cuarto?», «Suegra, ¿podría bajar el volumen de la radio?», «Mamá, Mariana necesita más espacio en la cocina». Yo cedía, siempre cedía. ¿No es eso lo que hacen las madres?

Una tarde escuché a Mariana hablando por teléfono en el patio: «Es que aquí no tenemos privacidad. La señora siempre está metida en todo». Sentí un nudo en la garganta. Me encerré en mi cuarto y lloré como hacía años no lo hacía.

Mi hija menor, Lucía, vive en Querétaro y me llama cada domingo. Ella siempre me pregunta cómo estoy, pero nunca le cuento todo. No quiero preocuparla. «Mamá, vente conmigo unos días», me dice. Pero yo no quiero ser una carga para ella también.

El pueblo ha cambiado mucho desde que era joven. Antes todos se conocían y se ayudaban. Ahora cada quien vive encerrado en su mundo. A veces salgo a barrer la banqueta solo para sentirme parte de algo, para escuchar las voces de los niños jugando o el pregón del panadero.

Una noche, mientras cenábamos los tres juntos, Julián soltó lo que parecía estar guardando desde hacía tiempo:

—Mamá, Mariana y yo hemos estado pensando… Tal vez sería mejor si buscaras un lugar para ti sola. Así todos estaríamos más cómodos.

Sentí como si me arrancaran el corazón del pecho. —¿Me estás pidiendo que me vaya de mi propia casa?

Julián bajó la mirada. Mariana ni siquiera fingió tristeza. —No es eso, mamá —dijo él—. Solo queremos nuestro espacio.

Me levanté de la mesa sin decir palabra y me encerré en mi cuarto. Esa noche no dormí. Pensé en mi difunto esposo, en cómo juntos levantamos esa casa con tanto esfuerzo: los ladrillos que cargamos bajo el sol, las noches sin cenar para ahorrar para el techo de lámina, las risas de mis hijos cuando jugaban en el patio recién sembrado.

Al día siguiente fui a ver a doña Carmen, mi vecina de toda la vida. Le conté lo que pasaba mientras tomábamos café en su cocina.

—Ay, Tere —me dijo—, los hijos cambian cuando crecen. A veces se les olvida todo lo que hicimos por ellos.

—¿Pero cómo puede olvidarse un hijo de su madre? —le pregunté con lágrimas en los ojos.

Doña Carmen suspiró y me tomó la mano. —No es olvido, es egoísmo. Pero tú tienes derecho a tu casa, Tere.

Esa noche hablé con Julián. Le dije que no pensaba irme, que esa casa era tanto mía como suya y que merecía respeto.

—Mamá, entiéndelo… Mariana ya no aguanta esta situación —me dijo él—. Si no quieres irte tú, nos iremos nosotros.

Me quedé sola en la sala después de esa conversación. Escuché cómo Mariana lloraba detrás de la puerta del cuarto y cómo Julián intentaba consolarla. Me sentí culpable por causarles dolor, pero también sentí rabia por ser tratada como un estorbo.

Pasaron los días y el ambiente se volvió insoportable. Apenas nos hablábamos. Un domingo por la tarde, Lucía llegó sin avisar. Al verme tan desmejorada, me abrazó fuerte y me dijo:

—Mamá, vente conmigo a Querétaro aunque sea unos días. Aquí no te quieren hacer sentir bien.

Miré a Julián buscando una señal de arrepentimiento, pero solo vi cansancio en sus ojos.

Esa noche hice una maleta pequeña y salí al amanecer con Lucía rumbo a Querétaro. Mientras el autobús avanzaba por la carretera, miré por la ventana los campos de maíz y las casas humildes del pueblo alejándose poco a poco.

En casa de Lucía me recibieron con cariño sus hijos y su esposo. Pero yo no podía dejar de pensar en lo que había dejado atrás: mi casa, mis plantas, mis recuerdos… y ese hijo al que le di todo y que ahora prefería mi ausencia.

Han pasado tres meses desde entonces. Julián apenas llama y cuando lo hace es solo para preguntar por papeles o cuentas pendientes de la casa. Mariana ni siquiera saluda.

A veces me pregunto si hice mal al darles tanto, si debí pensar más en mí misma antes de entregarles media vida envuelta en escrituras y promesas vacías.

Hoy me siento sola pero también libre por primera vez en años. Aprendí que el amor de madre no debería ser sinónimo de sacrificio eterno ni de olvido propio.

¿De verdad una madre puede convertirse en una carga para sus propios hijos? ¿O será que nosotras mismas olvidamos nuestro valor mientras damos todo sin pedir nada a cambio?