Le di todo a mi hijo y me quedé sin nada: el día que mi hijo alquiló nuestra casa sin avisar

—¿Por qué hay gente en la sala, Ernesto? —le pregunté a mi hijo, con la voz temblorosa, mientras veía a dos desconocidos recorrer la casa con ojos curiosos, como si ya les perteneciera.

Él ni siquiera me miró. Se limitó a encogerse de hombros y a decir, casi en susurro:

—Mamá, es que… ya no podemos seguir aquí. La casa está alquilada.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Mi esposo, Ricardo, llegó corriendo desde la cocina, con el delantal aún puesto y las manos llenas de harina. Habíamos estado preparando empanadas para la cena, como todos los domingos desde hace treinta años. Nuestra rutina, nuestro hogar, nuestra vida… todo parecía desmoronarse en ese instante.

—¿Cómo que está alquilada? —preguntó Ricardo, con la voz ronca y los ojos desorbitados.

Ernesto bajó la mirada. Tenía treinta años, pero en ese momento parecía un niño asustado. Sin embargo, sus palabras fueron frías, calculadas:

—Necesitaba el dinero. Ustedes ya están grandes, pueden irse a vivir con la tía Marta o buscar algo más chico. Yo me encargo de todo.

No podía creerlo. ¿Era ese el mismo hijo por el que habíamos trabajado toda la vida? ¿El niño al que le dimos todo lo que teníamos y más? Recordé cuando Ricardo y yo nos casamos, apenas con veintitrés años, en una pequeña iglesia de San Miguel de Tucumán. Yo ya estaba embarazada de Ernesto, pero ambos habíamos terminado nuestros estudios de pedagogía con mucho esfuerzo. Nuestras familias eran humildes; no teníamos herencias ni propiedades. Todo lo que conseguimos fue a base de trabajo: dando clases en escuelas rurales, ahorrando peso tras peso, renunciando a vacaciones y lujos para poder comprar esa casa modesta en el barrio de Villa Luján.

Ernesto fue nuestro orgullo. Lo criamos con valores, le enseñamos a respetar y a luchar por sus sueños. Cuando decidió estudiar ingeniería en la Universidad Nacional de Tucumán, vendimos el auto para pagarle los libros y el alquiler de un departamento cerca de la facultad. Nunca le faltó nada. Incluso cuando perdió su primer trabajo y volvió a casa con la cabeza gacha, lo recibimos con los brazos abiertos.

Pero ahora… ahora nos echaba de nuestra propia casa.

—¿Y dónde vamos a vivir? —pregunté, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos.

—No sé, mamá. Pero yo ya firmé el contrato. Los inquilinos llegan pasado mañana —dijo Ernesto, sin mirarnos.

Ricardo se dejó caer en una silla. Su rostro estaba pálido, envejecido de golpe. Yo me senté a su lado y tomé su mano. Sentí una rabia inmensa mezclada con una tristeza infinita.

Esa noche no dormimos. Hablamos poco; el silencio era más pesado que cualquier palabra. Al amanecer, fui al cuarto de Ernesto. Estaba empacando sus cosas.

—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté en voz baja.

Él suspiró.

—Mamá… estoy endeudado hasta el cuello. Perdí el trabajo hace meses y no quise preocuparlos. Me ofrecieron buena plata por la casa. Ustedes pueden irse con la tía Marta hasta que yo me recupere…

—¿Y si no queremos irnos? ¿Y si esta es nuestra casa? —le interrumpí.

Ernesto me miró por fin a los ojos. Vi miedo, vergüenza… pero también una frialdad que no reconocí.

—Ya es tarde —dijo simplemente.

Me sentí traicionada como nunca antes en mi vida. No era solo perder la casa; era perder la confianza en mi propio hijo.

Ricardo y yo pasamos los siguientes días empacando nuestras cosas entre lágrimas y silencios. La tía Marta nos recibió en su pequeño departamento del centro con los brazos abiertos, pero no había espacio para nosotros ni para nuestros recuerdos. Cada noche lloraba en silencio, preguntándome dónde nos habíamos equivocado.

Las semanas pasaron lentas y dolorosas. Ernesto apenas nos llamaba; solo para preguntar si habíamos dejado alguna factura pendiente o si los nuevos inquilinos podían cambiar las cortinas del living. Sentí que nos borraba poco a poco de su vida.

Una tarde lluviosa de julio, recibí una llamada inesperada de Ernesto:

—Mamá… ¿puedo ir a verte?

Llegó esa misma noche, empapado y ojeroso. Se sentó frente a mí y rompió a llorar como cuando era niño.

—Perdón… perdón por todo —sollozó—. Me equivoqué. Pensé que podía arreglarlo solo… pero ahora estoy peor. Los del trabajo me estafaron y perdí toda la plata del alquiler. No tengo dónde ir…

Lo abracé, pero mi corazón estaba hecho pedazos.

—Hijo… nosotros tampoco tenemos nada ahora —le dije—. Lo único que nos quedaba era esa casa…

Ricardo entró al cuarto y se quedó mirando la escena en silencio. Después de un rato, habló con voz firme:

—Ernesto, siempre serás nuestro hijo… pero tienes que entender lo que hiciste. Nos quitaste nuestro hogar por tu desesperación y tu egoísmo.

Ernesto bajó la cabeza y no dijo nada más esa noche.

Los meses siguientes fueron un calvario para todos. Buscamos trabajo como pudimos; Ricardo consiguió dar clases particulares y yo empecé a cuidar niños del barrio para juntar algo de dinero. Ernesto se fue a vivir con un amigo; apenas nos visitaba y cuando lo hacía, el ambiente era tenso e incómodo.

La familia se enteró de lo sucedido y las críticas no tardaron en llegar:

—¿Cómo pudieron permitirlo? —decía mi cuñada Lucía—. ¡Le dieron todo en bandeja!

—Los hijos ahora no respetan nada —agregaba mi vecina Rosa—. Antes uno moría por los padres…

Yo solo escuchaba en silencio, sintiendo una mezcla de vergüenza y dolor imposible de explicar.

Un día recibí una carta del banco: los nuevos inquilinos habían dejado de pagar el alquiler y la hipoteca seguía corriendo a nuestro nombre. Ernesto había firmado papeles sin entenderlos bien; ahora debíamos dinero y no teníamos ni casa ni ahorros.

Esa noche discutimos fuerte con Ricardo:

—¡Siempre lo protegiste demasiado! —me gritó él—. ¡Nunca le pusimos límites!

—¡Y tú siempre fuiste demasiado duro! —le respondí entre lágrimas—. ¡Quizás por eso nunca confió en nosotros!

Nos abrazamos llorando como dos niños asustados.

Hoy escribo estas líneas desde una pequeña habitación alquilada en Yerba Buena. Ricardo duerme a mi lado; su respiración tranquila es lo único que me da paz. Ernesto sigue lejos; apenas llama cada tanto para preguntar cómo estamos.

A veces me pregunto si todo este sacrificio valió la pena… Si criar un hijo significa entregarle todo hasta quedarse sin nada… ¿O será que fallamos en enseñarle lo más importante: el valor de la familia?

¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de unos padres por sus hijos? ¿En qué momento se rompe ese delicado hilo de confianza?