Le entregué mi casa a mi hija, ahora me echa: una historia de traición y dignidad
—¿Por qué me haces esto, Lucía? —mi voz tembló, pero no de miedo, sino de una tristeza tan profunda que sentí que me partía el pecho.
Lucía no me miró. Siguió revisando su celular, sentada en la mesa del comedor que yo misma barnicé hace años. —Mamá, ya hablamos de esto. No puedo seguir manteniéndote aquí. Tengo mi vida, mis hijos, mis problemas.
Me quedé de pie, con las manos apretadas sobre el delantal. Afuera llovía fuerte, y el techo de lámina retumbaba como si el cielo también llorara conmigo. ¿Cómo llegamos a esto? ¿En qué momento mi hija se convirtió en una extraña?
Recuerdo cuando Lucía era niña y corría por este mismo patio, descalza, riendo mientras yo colgaba la ropa. Su papá, Ernesto, murió joven, y desde entonces fui madre y padre. Trabajé limpiando casas ajenas en el centro de Guadalajara, ahorrando cada peso para levantar estas paredes con mis propias manos. Siempre pensé que el esfuerzo valía la pena porque algún día este hogar sería nuestro refugio.
Hace tres años, Lucía vino llorando. Su esposo la había dejado y no tenía dónde ir con sus dos hijos pequeños. Sin dudarlo, le dije que se viniera a vivir conmigo. «Esta casa es tuya también», le aseguré. Y cuando me pidió que pusiera la propiedad a su nombre para poder pedir un préstamo y salir adelante, confié en ella. «Eres mi hija», le dije. «¿Cómo no voy a confiar en ti?»
Pero el dinero nunca llegó. Y poco a poco, Lucía cambió. Empezó a traer a su nuevo novio, un hombre frío llamado Julián, que apenas me saludaba. Los niños crecieron y dejaron de buscarme para jugar o escuchar mis cuentos. Me convertí en un estorbo.
—Mamá, entiéndelo —insistió Lucía—. Julián dice que necesitamos privacidad. Además, tú ya estás grande y deberías irte con la tía Rosa a Tonalá.
—¿Y mis cosas? ¿Mi cuarto? ¿Mi jardín? —pregunté con voz apenas audible.
—Puedes llevar lo que quieras —respondió sin emoción—. Pero tienes que irte antes de fin de mes.
Me senté en la silla más cercana y sentí cómo el mundo se me venía encima. ¿Esto era lo que merecía después de tantos años de sacrificio?
Esa noche no pude dormir. Escuchaba las risas de Lucía y Julián desde la sala, mientras yo lloraba en silencio en mi cuarto. Me pregunté si había sido una mala madre, si había dado demasiado sin pedir nada a cambio.
Al día siguiente fui a ver a mi hermana Rosa. Su casa es pequeña y vive con su hijo y su nuera, pero me recibió con los brazos abiertos.
—María, no puedo creer lo que te está haciendo Lucía —me dijo entre lágrimas—. Tú le diste todo.
—Tal vez ese fue mi error —le respondí—. Pensé que el amor era suficiente.
Los días pasaron y empecé a empacar mis cosas: fotos viejas, una manta tejida por mi madre, las cartas de Ernesto. Cada objeto era un pedazo de mi vida que dejaba atrás.
El día que me fui, Lucía ni siquiera salió de su cuarto para despedirse. Los niños me abrazaron rápido y volvieron a sus juegos. Julián me ayudó a subir las cajas al taxi sin decir palabra.
En casa de Rosa me sentí una extraña al principio. No era mi hogar; no estaban mis plantas ni el olor a café por las mañanas. Pero al menos tenía un techo y alguien que me escuchaba.
Una tarde, mientras tomábamos café en el patio, Rosa me miró fijamente:
—¿Y ahora qué vas a hacer?
No supe qué responderle. Tenía miedo del futuro, miedo de quedarme sola y olvidada.
Pero algo dentro de mí empezó a cambiar. Recordé las veces que salí adelante cuando todo parecía perdido: cuando Ernesto murió, cuando perdí mi trabajo y tuve que empezar de cero limpiando casas ajenas. Siempre encontré fuerzas donde creí que no había nada.
Empecé a tejer mantas para vender en el mercado. Rosa me ayudó a contactar a unas vecinas y pronto tenía pedidos cada semana. No era mucho dinero, pero era mío.
Un día recibí una llamada inesperada: era Lucía.
—Mamá… —su voz sonaba cansada—. ¿Podemos hablar?
Nos vimos en una cafetería del centro. Lucía estaba ojerosa y nerviosa.
—Julián se fue —me dijo sin rodeos—. Me dejó con los niños y las deudas…
La miré largo rato antes de responder.
—¿Y ahora qué quieres de mí?
Lucía bajó la cabeza.
—Perdón… No supe valorar lo que hiciste por mí…
Sentí una mezcla de tristeza y alivio. Quise abrazarla como cuando era niña, pero algo dentro de mí se resistió.
—No sé si pueda volver a confiar en ti —le dije con honestidad—. Pero eres mi hija…
Nos quedamos en silencio largo rato. Al final nos despedimos con un abrazo tímido.
Hoy sigo viviendo con Rosa y sigo tejiendo mantas para ganarme la vida. Lucía me llama de vez en cuando; nuestra relación es frágil pero sincera.
A veces me pregunto si hice bien en entregar todo por amor o si debí pensar más en mí misma. ¿Cuántas madres en Latinoamérica han pasado por lo mismo? ¿Cuántas han dado todo esperando solo un poco de cariño a cambio?
¿Vale la pena sacrificarlo todo por los hijos? ¿O debemos aprender a poner límites antes de perderlo todo?