Lo di todo por mi hija, y hoy no tengo dónde ir – Historia de un padre solo
—¿Papá, por qué no te quedas en casa de la tía Rosa? —me preguntó Valeria, sin mirarme a los ojos, mientras recogía sus cosas del comedor. El eco de su voz rebotó en las paredes vacías del departamento que, hasta hace poco, era nuestro hogar. Sentí un nudo en la garganta, pero no quise mostrar debilidad. No frente a ella, no después de todo lo que había hecho para que nunca le faltara nada.
Recuerdo el día en que nació Valeria como si fuera ayer. Era una madrugada lluviosa en Medellín, y yo corría por los pasillos del hospital con el corazón en la mano. Cuando la vi por primera vez, tan pequeña y frágil, juré que haría cualquier cosa por protegerla. Y así fue. Trabajé doble turno en la fábrica de textiles, vendí mi moto cuando necesitaba libros para la universidad, y hasta dejé de lado mis propios sueños para que ella pudiera perseguir los suyos.
Su mamá nos dejó cuando Valeria tenía apenas seis años. Desde entonces, fuimos solo ella y yo contra el mundo. Aprendí a hacer trenzas, a cocinar arepas con queso como le gustaban y a escuchar sus historias de la escuela aunque estuviera agotado. Cada Navidad, aunque el dinero apenas alcanzaba para un regalo sencillo, me las ingeniaba para que nunca sintiera que le faltaba algo.
Pero el tiempo pasa y los hijos crecen. Valeria se fue volviendo más distante después de entrar a la universidad. Empezó a salir con sus amigos, a llegar tarde, a hablarme menos. Yo trataba de entenderla, de no ser ese papá controlador que tanto temía. Pero también sentía cómo se me escapaba de las manos, como arena entre los dedos.
Cuando se graduó de abogada, lloré de orgullo. Pensé que todo el sacrificio había valido la pena. Pero poco después conoció a Julián, un muchacho de familia acomodada. Al principio me alegró verla feliz, pero pronto noté cómo cambiaba su forma de hablarme, cómo evitaba invitarme a las reuniones familiares de él. «Es que mi papá es muy sencillo», escuché decirle una vez por teléfono. Me dolió más de lo que puedo admitir.
El verdadero golpe vino cuando perdí el trabajo en la fábrica. La empresa cerró y, con 58 años encima, nadie quería contratarme. Le pedí a Valeria quedarme con ella un tiempo mientras encontraba algo. Su respuesta fue un silencio incómodo y una mirada esquiva.
—Papá, es que Julián y yo necesitamos nuestro espacio —me dijo una noche mientras cenábamos en silencio—. Además, tú sabes que aquí todo es muy pequeño…
Sentí cómo el mundo se me venía encima. Yo, que había dormido en el suelo para que ella tuviera su cama cuando era niña; yo, que había vendido mi anillo de bodas para pagarle el semestre; ahora era un estorbo en su vida.
Intenté buscar trabajo como portero, como ayudante en una panadería, incluso limpiando vidrios en los semáforos del centro. Pero nadie quería contratar a un hombre mayor sin estudios. Los días se hicieron eternos y las noches más frías. Empecé a dormir en casa de mi hermana Rosa, pero sentía que era una carga también para ella y sus hijos.
Una tarde lluviosa —como aquella en la que nació Valeria— fui a buscarla al bufete donde trabajaba. Quería verla, hablarle, pedirle aunque fuera un abrazo. Pero cuando llegué, la vi salir tomada de la mano de Julián y subirse a su carro nuevo sin siquiera notar mi presencia.
Me senté en una banca del parque y lloré como un niño. Me pregunté en qué momento perdí a mi hija; si fue culpa mía por haberle dado todo sin enseñarle a valorar lo importante; si debí haber sido más duro o menos complaciente.
Esa noche le escribí una carta:
«Valeria,
No te escribo para reprocharte nada. Solo quiero que sepas que siempre estaré orgulloso de ti. Si algún día necesitas un abrazo o recordar quién eres realmente, aquí estaré… aunque ya no tenga un lugar propio donde esperarte.
Con amor,
Tu papá»
No sé si leyó la carta. No sé si alguna vez pensará en mí cuando vea llover o cuando huela arepas recién hechas. Solo sé que hoy camino por las calles de Medellín con el corazón roto pero la conciencia tranquila: lo di todo por ella.
A veces me pregunto si los padres deberíamos aprender a soltar antes; si el amor incondicional es también aprender a dejar ir sin esperar nada a cambio. ¿Será que algún día Valeria entenderá cuánto la amé? ¿O será este el destino de muchos padres en nuestra tierra: darlo todo y terminar solos?
¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por los hijos? ¿O deberíamos pensar también un poco en nosotros mismos?