Lo di todo por mis hijos: ahora soy solo una sombra en sus vidas

—¿Por qué no me llamaste, hija? —pregunté con la voz temblorosa, apretando el teléfono contra el pecho como si así pudiera abrazar a Lucía a la distancia.

Del otro lado, solo escuché un suspiro. —Ay, mamá, es que con los niños, el trabajo… ya sabes cómo es.

Colgué despacio, sintiendo cómo el silencio de la casa se hacía más pesado. Me llamo Carmen, tengo 67 años y vivo en un departamento pequeño en el centro de Guadalajara. Antes tenía una casa grande en Tlaquepaque, llena de risas, de olores a café y pan dulce, de gritos de mis hijos jugando en el patio. Pero hace cinco años, cuando mi esposo murió y la vida se puso cuesta arriba, tomé una decisión que creí era lo mejor para todos: vendí la casa y repartí el dinero entre mis tres hijos.

—Mamá, ¿estás segura? —me preguntó Andrés, el mayor, con esa mirada seria que heredó de su padre.

—Claro que sí, hijo. Ustedes lo necesitan más que yo. Yo ya viví mi vida —le respondí, tratando de sonar fuerte aunque por dentro sentía miedo.

Con ese dinero, Lucía pudo terminar de pagar su departamento en Zapopan; Andrés abrió una pequeña ferretería; y Sofía, la menor, se mudó con su esposo a Monterrey para buscar mejores oportunidades. Yo me quedé con lo justo para alquilar este departamento y sobrevivir con mi pensión.

Al principio, todos venían a verme. Los domingos eran sagrados: Lucía traía a mis nietos, Andrés llegaba con pan dulce y Sofía me llamaba por videollamada. Pero poco a poco las visitas se hicieron menos frecuentes. Las llamadas se volvieron mensajes cortos: «¿Cómo estás, mamá?», «Te mando un abrazo». Y los domingos se llenaron de silencio.

Una tarde de lluvia, mientras miraba por la ventana cómo el agua lavaba las calles vacías, sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿En qué momento pasé de ser el centro de sus vidas a convertirme en una sombra?

Un día, decidí ir a visitar a Lucía sin avisar. Caminé hasta la parada del camión, me subí con dificultad —las rodillas ya no me responden como antes— y llegué hasta su edificio. Toqué el timbre varias veces antes de que me abriera la puerta.

—¡Mamá! ¿Por qué no avisaste? —me dijo Lucía con el ceño fruncido.

—Quería verte… extrañaba a los niños.

—Es que justo hoy tengo mucho trabajo y los niños están enfermos…

Me senté en el sillón mientras ella iba y venía, hablando por teléfono y regañando a los niños. Nadie se sentó conmigo. Nadie me preguntó cómo estaba. Me fui antes de que oscureciera, sintiendo una punzada en el pecho.

Esa noche lloré en silencio. No quería preocupar a nadie. ¿Para qué? Si ya nadie tenía tiempo para mí.

Andrés tampoco era diferente. Lo llamé varias veces para invitarlo a cenar conmigo. Siempre tenía una excusa: el trabajo en la ferretería, los proveedores, el tráfico. Un día le pregunté si podía prestarme algo de dinero para comprar medicinas.

—Mamá, ahorita ando corto… ¿no puedes esperar a la próxima semana?

No insistí más. Me sentí humillada por pedirle ayuda después de todo lo que hice por ellos.

Sofía era la única que me llamaba seguido desde Monterrey. Pero sus palabras sonaban lejanas, como si hablara con alguien que ya no forma parte de su vida diaria.

—Mamá, deberías buscarte un grupo de amigas o ir al centro comunitario. No puedes estar sola todo el tiempo.

No entendía que no era soledad lo que me dolía, sino el olvido.

Una tarde cualquiera, mientras barría el pasillo del edificio, escuché a Doña Rosa —mi vecina— platicar con su hija en la puerta:

—Mamá, ¿ya tomaste tus medicinas? ¿Quieres que te ayude con las compras?

Sentí una punzada de envidia y vergüenza. ¿Por qué yo no podía tener eso? ¿En qué fallé como madre?

Empecé a escribir cartas que nunca envié. Cartas donde les contaba mis miedos, mis recuerdos, lo mucho que los extraño. Les hablaba del olor del pan recién horneado los domingos, de las tardes jugando lotería en la mesa del comedor, de las noches en que los arropaba uno por uno antes de dormir.

A veces salgo al parque y me siento en una banca a ver pasar la gente. Veo madres jóvenes corriendo detrás de sus hijos y me pregunto si algún día ellos también sentirán este vacío cuando sus hijos crezcan y se vayan.

Un día cualquiera recibí una llamada inesperada:

—Mamá… —era Lucía— ¿puedes cuidar a los niños este fin de semana? Tengo que salir por trabajo.

Sentí una mezcla de alegría y tristeza. Alegría porque al fin pensaron en mí; tristeza porque solo me buscan cuando necesitan algo.

Acepté sin dudarlo. Preparé galletas y busqué los juegos viejos que guardo en una caja. Cuando llegaron los niños, corrían por el departamento pequeño como si fuera un castillo. Por unas horas volví a sentirme viva.

Al final del día, Lucía llegó apurada:

—Gracias, mamá. No sé qué haría sin ti.

Quise decirle tantas cosas: que me duele su distancia, que extraño nuestras charlas largas, que aún necesito sentirme parte de su vida. Pero solo sonreí y le dije:

—Para eso están las mamás.

Esa noche volví a quedarme sola. El eco de las risas infantiles se apagó rápido entre las paredes vacías.

A veces pienso en buscar ayuda profesional o hablar con alguien sobre cómo me siento. Pero aquí en México todavía es difícil hablar de estas cosas sin que te digan «no seas dramática» o «así es la vida».

Me pregunto si otras madres sienten lo mismo: ese vacío después de haberlo dado todo por sus hijos; esa sensación de ser invisible cuando ya no te necesitan; ese dolor silencioso que nadie ve ni entiende.

Hoy escribo esto para no olvidar quién fui ni lo mucho que amé. Para recordarme que mi vida tuvo sentido más allá del sacrificio y la soledad.

¿De verdad merecemos terminar así las madres que lo dimos todo? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?