Lo que creí correcto – La desintegración de mi familia por una sola decisión
—¡No puedes hacer esto, Lucía! —gritó mi madre, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas.
Yo temblaba, con las manos apretadas sobre la mesa de la cocina, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en San Salvador. Mi padre, don Ernesto, miraba al suelo, incapaz de sostenerme la mirada. Mi hermano menor, Diego, se aferraba a su cuaderno de la escuela como si fuera un salvavidas. Y yo, Lucía Ramírez, sentía que el mundo se partía en dos justo frente a mí.
Todo comenzó aquella tarde cuando recibí la llamada de don Víctor, el jefe del taller donde trabajaba desde los diecisiete años. «Lucía, necesito que vengas a la capital. Hay una oportunidad para ti, pero tienes que decidir ya. No puedo esperar», me dijo con esa voz seca que no admitía dudas. Era la oportunidad de mi vida: un puesto fijo, seguro social, y un salario que podría sacar a mi familia del ahogo en el que vivíamos desde que papá perdió su trabajo en la fábrica.
Pero había un problema: tendría que mudarme sola a San Salvador y dejar a mi familia atrás en el pueblo. Mamá estaba enferma del corazón y Diego apenas tenía catorce años. Papá, desde el accidente en la fábrica, no era el mismo; su orgullo herido lo mantenía encerrado en el cuarto casi todo el día.
Esa noche, después de la cena de frijoles y tortillas, reuní el valor para decirlo:
—Me voy a la capital. Conseguí trabajo fijo…
El silencio fue tan pesado que sentí que me ahogaba. Mamá rompió a llorar. Papá murmuró algo sobre «abandonar a la familia» y Diego salió corriendo al patio. Yo me quedé ahí, sintiendo cómo mi decisión los destrozaba.
Pasaron los días y me fui. La ciudad era un monstruo: buses llenos, calles peligrosas, noches solitarias en un cuarto alquilado donde apenas cabía mi colchón. Pero cada quincena mandaba dinero a casa. Al principio mamá contestaba mis llamadas con voz fría; Diego apenas decía dos palabras y papá nunca se ponía al teléfono.
Un día recibí una llamada de Diego:
—Mamá está peor. No quiere ir al hospital porque dice que no hay dinero…
Sentí una punzada en el pecho. Mandé todo lo que tenía, pero era tarde. Mamá murió una madrugada lluviosa, sola con Diego porque papá estaba borracho en una cantina del pueblo.
Volví para el velorio. Nadie me miraba a los ojos. Las vecinas murmuraban: «Pobrecita doña Marta, su hija la dejó sola». Papá ni siquiera me habló; Diego me culpó con una rabia que nunca le había visto:
—Si hubieras estado aquí, mamá no se muere…
Me quedé en el pueblo unas semanas intentando recomponer lo irreparable. Pero ya nada era igual. Papá se hundió más en el alcohol y Diego empezó a juntarse con muchachos peligrosos. Yo tenía que volver a la capital; si perdía el trabajo nos quedaríamos sin nada.
Los años pasaron. Diego terminó en una pandilla y papá murió solo en su cuarto. Yo seguí trabajando, enviando dinero como podía, pero ya nadie lo recibía con alegría. Mi familia se deshizo como arena entre los dedos.
A veces me pregunto si hice bien. ¿Era mejor quedarme y vernos morir de hambre juntos? ¿O sacrificarme para darles algo mejor aunque eso significara perderlos? La gente dice que uno debe elegir entre el deber y el corazón, pero nadie te enseña cómo vivir con las consecuencias.
Hoy camino por las calles de San Salvador viendo familias enteras en los parques y siento un vacío imposible de llenar. A veces sueño con mamá llamándome desde la cocina: «Lucía, ven a cenar». Pero despierto sola, con el eco de mi decisión retumbando en las paredes.
¿De verdad hice lo correcto? ¿Cuántos aquí han tenido que elegir entre sus sueños y su familia? ¿Vale la pena perderlo todo por una oportunidad? Los leo…