Los Caminos No Recorridos: Entre el Miedo y el Amor

—¿Por qué nunca fuimos a Cartagena, mamá? —me preguntó Camila una tarde, mientras la lluvia golpeaba fuerte contra las ventanas de nuestro pequeño apartamento en Medellín. Su voz era suave, pero en sus ojos brillaba esa mezcla de curiosidad y reproche que tanto temía. Yo, sentada en la mesa con una taza de café frío entre las manos, sentí cómo el peso de los años caía sobre mis hombros.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que el miedo me paralizó? Que cada vez que soñé con tomar un bus hacia la costa, con mostrarles el mar a mis hijos, la realidad me devolvía a la rutina: el trabajo en la panadería, la plata que nunca alcanzaba, el temor a lo desconocido. ¿Cómo decirle que fui yo quien cerró esas puertas?

Mi nombre es Lucía Ramírez y tengo 68 años. Cuando era joven, soñaba con recorrer América Latina: bailar tango en Buenos Aires, perderme en las calles de Valparaíso, ver el amanecer en Machu Picchu. Pero la vida me llevó por otros caminos. Me casé con Ernesto a los 22, un hombre trabajador pero terco, que siempre decía: “¿Para qué viajar si aquí tenemos todo?”

Al principio lo creí. Nos instalamos en un barrio popular de Medellín y tuvimos tres hijos: Camila, Julián y Mateo. La vida era una sucesión de días iguales: levantarme antes del alba para hornear pan, preparar el desayuno, llevar a los niños al colegio público del barrio. Ernesto trabajaba como conductor de bus y llegaba cansado, con olor a sudor y gasolina. Las noches eran cortas y los sueños se iban apagando poco a poco.

Pero siempre había discusiones. Ernesto no entendía mi deseo de salir, de mostrarles a los niños algo más allá de las montañas que rodean la ciudad. “¿Y si nos pasa algo? ¿Y si nos roban? ¿Y si gastamos lo poco que tenemos?” Yo callaba, porque no quería pelear delante de los niños. Pero por dentro me dolía.

Una vez, cuando Julián tenía diez años, ahorré durante meses para llevarlos al Parque Tayrona. Tenía todo planeado: el bus, la comida sencilla, las hamacas para dormir. Pero la noche antes del viaje, Ernesto llegó borracho y rompió el poco dinero que había guardado. “¡No vamos a ninguna parte!”, gritó. Los niños lloraron y yo también. Esa noche supe que había perdido algo más que un viaje: había perdido mi valentía.

Los años pasaron rápido. Los niños crecieron entre libros prestados y juegos en la calle. Camila siempre fue la más curiosa; leía sobre países lejanos y aprendía palabras en portugués y francés. Julián se volvió callado y rebelde; Mateo, el menor, era mi consuelo, siempre pegado a mi falda.

Cuando Camila cumplió dieciocho años, me miró a los ojos y dijo: “Mamá, yo sí me voy a ir. No quiero quedarme aquí toda la vida.” Sentí orgullo y miedo al mismo tiempo. La ayudé a empacar una maleta vieja y la vi partir hacia Bogotá con una beca universitaria. Ernesto ni siquiera se despidió.

Julián se fue por otro camino. Se metió con malas amistades y terminó enredado en problemas con la policía. Yo lo visité en la estación muchas veces; cada vez que lo veía tras las rejas sentía que le había fallado como madre. ¿Si le hubiera mostrado el mundo, habría elegido diferente?

Mateo se quedó conmigo. Trabajó en la panadería desde joven y nunca se atrevió a soñar más allá del barrio. A veces lo veo mirar por la ventana con una tristeza muda; sé que también carga con mis miedos.

Ahora, sentada frente a Camila —que volvió a visitarme después de años— siento que todos esos caminos no recorridos nos han marcado para siempre.

—Mamá —insiste Camila—, ¿de verdad nunca quisiste irte?

La miro y no puedo mentirle más.

—Sí quise… pero tuve miedo. Miedo de perderlos, miedo de fracasar… Miedo de no saber quién era yo fuera de estas paredes.

Ella suspira y toma mi mano.

—Aún podemos irnos juntas algún día —dice—. No todo está perdido.

Pero yo sé que hay cosas que ya no se recuperan: los años de infancia de mis hijos, las oportunidades de verlos reír frente al mar, los abrazos que no di por estar cansada o preocupada.

Esa noche sueño con caminos largos y trenes que nunca abordé. Veo a mis hijos pequeños corriendo por playas doradas; escucho sus risas mezcladas con el ruido del mar. Me despierto llorando.

Al día siguiente, Julián viene a visitarme después de mucho tiempo. Está más delgado y sus ojos tienen una sombra triste.

—Mamá —me dice—, ¿por qué nunca nos fuiste a buscar cuando nos perdimos?

No sé qué responderle. ¿Cómo explicarle que yo también estaba perdida?

La familia es como un mapa lleno de rutas posibles; algunas las tomamos por amor, otras por miedo. Yo elegí quedarme quieta, pensando que así protegía a los míos… pero ahora veo que también los privé de descubrirse a sí mismos.

A veces pienso en todas las Lucías que hay en Latinoamérica: mujeres que sacrifican sus sueños por cuidar a otros, que callan sus deseos para evitar conflictos, que viven con la esperanza de que algún día sus hijos las comprendan y perdonen.

Hoy solo me queda mirar atrás y preguntarme: ¿Cuántos caminos no recorridos pesan sobre nuestros hombros? ¿Es posible perdonarnos por lo que no hicimos?

¿Y ustedes? ¿Qué caminos dejaron sin recorrer? ¿Aún están a tiempo de cambiar su destino?