Los Caminos No Recorridos: Entre el Miedo y el Amor
—¿Por qué nunca te fuiste, papá? —La voz de Lucía retumba en la sala, más fuerte que el trueno que sacude el techo de lámina. Ella me mira con esos ojos oscuros que heredó de su madre, llenos de reproche y tristeza. Yo bajo la mirada, acaricio el brazo de la mecedora y siento el peso de los años en mis hombros.
No sé cómo responderle. ¿Cómo explicarle que el miedo a lo desconocido fue más fuerte que mis sueños? Que cada vez que veía pasar el bus rumbo a la capital, sentía un nudo en la garganta y prefería quedarme en este pueblo polvoriento de Chiapas, donde las calles huelen a café y a promesas rotas.
Lucía suspira y se sienta frente a mí. Afuera, la lluvia golpea los mangos caídos. —Siempre decías que querías conocer el mar —me dice, casi en un susurro. Yo cierro los ojos y veo aquel póster azul pegado en la pared de mi cuarto de adolescente: una playa de Oaxaca, olas blancas y palmeras inclinadas por el viento. Nunca fui.
Mi vida fue una sucesión de excusas: primero, cuidar a mi madre enferma; luego, trabajar en la tienda del abuelo; después, criar a Lucía solo, cuando su mamá se fue con otro hombre a Monterrey. Cada decisión era un sacrificio, o al menos así lo justificaba yo. Pero ahora, con la piel arrugada y las manos temblorosas, me doy cuenta de que también fue cobardía.
—¿Y tú? —le pregunto—. ¿Por qué te fuiste tan joven?
Lucía sonríe con amargura. —Porque no quería quedarme atrapada aquí como tú. Quería ver el mundo, equivocarme lejos, sentir que mi vida era mía.
Me duele escucharla, pero sé que tiene razón. Recuerdo cuando tenía diecisiete años y llegó llorando porque quería estudiar medicina en la UNAM. Yo le dije que era mejor quedarse aquí, que la ciudad era peligrosa para una muchacha sola. Ella se fue igual, con una mochila vieja y una rabia silenciosa contra mí.
Los años pasaron entre silencios y llamadas esporádicas. Me enteré por vecinos que Lucía trabajaba en un hospital en Ciudad de México, que tenía pareja, que había perdido un bebé. Nunca supe cómo consolarla desde la distancia. El orgullo y la vergüenza me ataron las manos.
Ahora está aquí, después de tanto tiempo, porque su pareja la dejó y no tiene a dónde ir. La casa se siente extraña con ella adentro, como si el pasado y el presente chocaran en cada rincón.
—¿Alguna vez fuiste feliz aquí? —me pregunta de repente.
Pienso en las tardes jugando fútbol en la cancha del barrio, en las fiestas patronales llenas de música y mezcal barato, en los abrazos de mi madre antes de morir. Sí, hubo momentos felices. Pero también hubo mucho miedo: miedo a fracasar fuera del pueblo, miedo a perder lo poco que tenía, miedo a no ser suficiente para Lucía.
—Fui feliz a ratos —le confieso—. Pero también me arrepiento de no haber intentado más cosas. De no haberte apoyado cuando más lo necesitabas.
Lucía se levanta y camina hacia la ventana. La lluvia ha parado y el aire huele a tierra mojada. —A veces pienso que todos cargamos con caminos no recorridos —dice—. Yo también tengo miedo de arrepentirme algún día.
Me acerco despacio y le pongo una mano en el hombro. Siento que es la primera vez que realmente hablamos como padre e hija desde hace años.
—Todavía hay tiempo —le digo—. Para ti y para mí.
Ella me mira sorprendida. —¿De verdad crees eso?
Asiento. No sé si es cierto, pero quiero creerlo. Tal vez aún podamos viajar juntos al mar, aunque sea solo una vez. Tal vez aún pueda pedirle perdón por mis errores y escuchar sus sueños sin juzgarla.
La noche cae sobre el pueblo y encendemos una vela porque la luz se fue otra vez. Nos sentamos juntos en silencio, escuchando los grillos y el rumor lejano del río.
Pienso en todos los caminos que no tomé: los viajes postergados, los abrazos negados, las palabras no dichas. Pero también pienso en este momento, pequeño pero real, donde siento que algo puede cambiar.
¿Será posible sanar las heridas del pasado? ¿O algunos caminos simplemente se cierran para siempre? ¿Ustedes qué piensan? ¿Todavía hay tiempo para reconciliarnos con quienes amamos?