Los ecos de advertencias no escuchadas
—¡No puedo más, señora Marta!—. La voz de Sofía, mi nuera, se quiebra al otro lado del teléfono. Son las nueve de la noche y la ciudad de Medellín zumba afuera, indiferente a nuestro drama doméstico. —Julián no mueve un dedo en la casa. Todo le toca a uno, y cuando le digo algo, se pone bravo o se va a jugar fútbol con los amigos. ¿Usted cree que esto es justo?
Me quedo en silencio. Siento el peso de sus palabras como si fueran piedras lanzadas contra mi pecho. ¿Qué puedo decirle? ¿Que yo misma crié a Julián así, sin quererlo? ¿Que advertí mil veces sobre los peligros de consentir demasiado a un hijo varón en esta tierra donde los hombres creen que ayudar en la casa es rebajarse?
—Sofía, hija…— intento responder, pero ella me interrumpe.
—Yo sé que usted me advirtió, pero yo pensé que con amor todo se podía cambiar. Ahora siento que estoy criando a otro niño, no tengo pareja sino un hijo más.
Cierro los ojos y la imagen de mi suegra, doña Carmen, aparece en mi mente como un fantasma. Recuerdo sus palabras cuando yo era joven y recién casada: “Mija, no lo malcríe tanto. Los hombres aquí son así porque las mujeres los hacemos así”. Yo me reía, pensaba que era cosa de viejas amargadas. Pero ahora entiendo.
—No es fácil, Sofía. Yo también pasé por eso con el papá de Julián. Uno cree que puede cambiar las cosas, pero a veces solo repite lo que vivió.
Ella suspira al otro lado. —¿Y entonces qué hago? ¿Me resigno? ¿Le dejo todo servido como si fuera el patrón?
La rabia y la impotencia se mezclan en mi garganta. Pienso en todas las veces que le serví a Julián la comida en la mesa mientras él veía televisión, en cómo le lavaba la ropa aunque ya tenía veinte años. Pienso en las veces que discutí con su papá porque él tampoco ayudaba y yo terminaba llorando en la cocina.
—No te resignes, Sofía. Pero tampoco te desgastes sola. Habla con él, dile cómo te sientes. Y si no cambia… bueno, tendrás que decidir qué es lo mejor para ti y para tu hijo.
Ella guarda silencio. Sé que está llorando. Yo también quiero llorar, pero me contengo. No puedo mostrarme débil; las mujeres de mi familia nunca lo hicieron.
Esa noche no duermo bien. Me revuelco entre las sábanas pensando en cómo los errores se heredan como los apellidos. Al día siguiente, Julián viene a visitarme con su hijo pequeño, Samuel. Lo veo jugar con el niño y me pregunto si algún día Samuel repetirá el mismo ciclo.
—Mamá, Sofía está rara conmigo —me dice Julián mientras toma café—. Dice que no la ayudo, pero yo trabajo todo el día. ¿Qué más quiere?
Lo miro y veo al niño que crié: noble pero cómodo, cariñoso pero ciego a las necesidades de los demás. —¿Y tú sí la escuchas cuando ella te habla? ¿O solo piensas en ti?
Julián frunce el ceño. —Es que uno llega cansado…
—¿Y ella no? ¿Crees que cuidar la casa y al niño es fácil? —le respondo con voz firme—. Yo cometí ese error con tu papá y contigo. No quiero que Samuel vea lo mismo.
Julián baja la cabeza. Por primera vez veo una chispa de duda en sus ojos.
Esa tarde recibo un mensaje de Sofía: “Gracias por escucharme. No sé qué va a pasar, pero necesitaba desahogarme”.
Me siento frente a la ventana y veo cómo cae la lluvia sobre los techos de teja roja del barrio. Pienso en todas las mujeres que han callado por miedo a romper la familia, en todas las madres que han criado hijos para otras mujeres sin darse cuenta.
Esa noche llamo a mi hermana Lucía en Cali. Le cuento lo que pasa y ella me dice: —Marta, nosotras fuimos criadas para aguantar y servir. Pero ya es hora de romper ese ciclo.
Recuerdo entonces una tarde hace años, cuando descubrí que mi esposo tenía otra familia en otro barrio. Lo supe por casualidad; una vecina me lo contó entre susurros. Nunca lo enfrenté directamente; solo lloré en silencio y seguí sirviéndole la comida como si nada pasara. ¿Cuántas veces guardé secretos por miedo al escándalo?
Ahora veo a Sofía luchando por no repetir mi historia. Veo a Julián atrapado entre lo que aprendió y lo que debería ser.
Un domingo decido invitar a toda la familia a almorzar. Preparo sancocho y pongo la mesa grande del patio. Cuando todos están sentados, tomo aire y hablo:
—Quiero decir algo —digo temblando—. En esta casa todos ayudamos; nadie es más ni menos por lavar un plato o barrer el piso. Si queremos una familia unida, tenemos que cambiar juntos.
Hay un silencio incómodo. Samuel mira a su papá esperando su reacción. Julián asiente lentamente y se levanta a recoger los platos sin que nadie se lo pida.
Sofía me sonríe desde el otro lado de la mesa; sus ojos brillan con gratitud y esperanza.
Esa noche escribo en mi diario: “¿Cuántas advertencias ignoramos hasta que ya es tarde? ¿Será posible romper el ciclo antes de que nuestros hijos hereden nuestros silencios?”