Los ecos del silencio: La soledad de Agatha en la vejez

—¿Por qué no viniste, Lucía? —pregunté con la voz quebrada, apretando el teléfono contra mi oído como si así pudiera abrazar a mi hija a través de la distancia.

Del otro lado, solo escuché un suspiro. “Mamá, sabes que el trabajo… los niños… no es fácil. Pero te llamo, ¿no? Eso cuenta.”

Colgué antes de que pudiera decir algo más. El silencio volvió a llenar la casa, ese silencio pesado que se cuela por las rendijas de las ventanas y se instala en los rincones donde antes había risas. Me senté en el sillón que fue de mi esposo, Ernesto, y miré las fotos familiares en la pared: Lucía con sus trenzas, Diego con su uniforme de fútbol, yo abrazándolos a ambos en una tarde cualquiera del 98. ¿En qué momento se rompió todo?

La soledad es una bestia silenciosa. No ruge ni muerde, pero te va devorando poco a poco. Desde que me jubilé como maestra en la primaria Benito Juárez, mis días se volvieron una sucesión de rutinas: café por la mañana, novelas en la tarde, llamadas esporádicas de mis hijos. Pero últimamente esas llamadas se sienten diferentes. Más frías. Más cortas. Como si detrás de cada palabra hubiera una pregunta no dicha: “¿Y cuándo piensas repartir la casa?”

Recuerdo cuando Diego vino hace unos meses. Llegó con su esposa, Mariana, y sus dos hijos corriendo por el pasillo. Traían una bolsa de pan dulce y una sonrisa forzada.

—Mamá, deberías pensar en vender la casa —dijo Diego mientras Mariana asentía—. Es muy grande para ti sola. Podrías irte a vivir con Lucía o con nosotros.

—¿Y dejar todo esto? —respondí señalando las paredes llenas de recuerdos—. Aquí viví con tu papá, aquí crecieron ustedes…

—Pero ya no es seguro —insistió Mariana—. Además, podrías ayudarnos con los niños.

No respondí. Sabía que no era solo preocupación. Desde que Ernesto murió, la casa se volvió un tema incómodo. Todos saben que vale mucho; estamos en una zona donde los extranjeros pagan lo que sea por una propiedad colonial. A veces siento que soy solo la guardiana de un tesoro que todos esperan heredar.

Las noches son peores. Me acuesto y escucho los ecos del pasado: las peleas con Ernesto por dinero, las risas de los niños jugando a las escondidas, el llanto ahogado cuando Lucía se fue a estudiar a Monterrey y nunca volvió del todo. Me pregunto si hice bien en sacrificar tanto por ellos. Dejé de lado mis sueños de viajar, de aprender francés, de volver a pintar. Todo por darles una vida mejor.

Una tarde, mientras regaba las plantas del patio, escuché a las vecinas chismear desde la reja:

—Dicen que Agatha ya está viejita y sola…
—¿Y los hijos? —preguntó otra.
—Pues ni vienen. Solo llaman para ver si ya se murió…

Sentí una punzada en el pecho. No era solo el dolor físico; era la vergüenza, la rabia contenida. ¿Eso era lo que pensaban todos? ¿Que mis hijos me abandonaron por interés?

Esa noche llamé a Lucía otra vez.

—Hija, ¿te acuerdas cuando me prometiste que nunca me dejarías sola?

Hubo un silencio largo.

—Mamá… no digas eso. Sabes que te quiero.

—Entonces ven a verme —suplico—. No quiero hablar de papeles ni de casas. Solo quiero verte.

Lucía lloró al otro lado del teléfono. “Te lo prometo, mamá.”

Pasaron semanas sin noticias. Diego mandó un mensaje: “Estamos ocupados, má.” Nada más.

Empecé a salir más al mercado, a platicar con Doña Rosa, la señora que vende flores en la esquina. Me contó que su hijo se fue a Estados Unidos y no ha vuelto en diez años. “Así son los hijos ahora”, suspiró.

Un día recibí una carta certificada: era del banco. Diego había intentado poner la casa como garantía para un préstamo sin avisarme. Sentí que el mundo se me venía encima. Llamé furiosa:

—¡¿Cómo te atreves?! Esta casa es mía hasta el último día que respire.

Diego tartamudeó: “Mamá… es que estamos pasando por un mal momento…”

Colgué sin decir más. Lloré toda la noche.

Al día siguiente fui al panteón a visitar a Ernesto. Me senté frente a su tumba y hablé como si pudiera escucharme:

—¿Valió la pena todo esto? ¿Criar hijos para terminar sola?

El viento movió las hojas secas y sentí una paz extraña. Tal vez no estaba tan sola después de todo; tal vez mi vida tenía sentido más allá de lo que mis hijos pudieran entender ahora.

Hoy escribo esto sentada en mi patio, rodeada de bugambilias y recuerdos. No sé si algún día mis hijos entenderán lo que es amar sin esperar nada a cambio. Pero sigo aquí, resistiendo los ecos del silencio.

¿Será que algún día aprenderemos a cuidar a quienes nos cuidaron primero? ¿O estamos condenados a repetir este ciclo de abandono y soledad?