Los lazos invisibles: Entre la esperanza y el desencanto

—¿Por qué no contestas, Isabella? —susurré al teléfono, apretándolo con fuerza mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de mi casa en San Miguel de Allende. El reloj marcaba las once y media de la noche y yo, sentada en la cocina, sentía cómo el frío se colaba por las rendijas. Mi hijo Isaac había llamado temprano para avisar que no vendría a cenar; tenía trabajo en el hospital. Pero Isabella… ella ni siquiera respondía mis mensajes.

No era la primera vez que me encontraba sola en esa mesa larga, donde antes reíamos los cuatro: mi esposo Mario, Isaac, Isabella y yo. Mario se fue hace seis años, víctima de un infarto fulminante. Desde entonces, me aferré a mis hijos como si fueran el último hilo que me mantenía unida a la vida. Pero los hilos, a veces, se desgastan sin que una se dé cuenta.

Recuerdo cuando Isabella era niña. Corría por el patio con sus trenzas saltando al viento, gritándome: “¡Mamá, mira lo que hice!” Yo dejaba todo para abrazarla, para escuchar sus historias inventadas. Siempre pensé que creceríamos juntas, que cuando fuera mayor, sería mi amiga, mi confidente. Pero ahora… ahora apenas nos hablamos.

—Mamá, no puedo ir este fin de semana —me dijo hace un mes—. Tengo mucho trabajo en la oficina y… bueno, saldré con Rodrigo.

Rodrigo. Ese nombre se me clavó como una espina. Desde que Isabella empezó a salir con él, sentí que algo cambiaba. Ya no era solo el trabajo o las amigas; era él quien ocupaba su tiempo, su atención, sus sueños. Y yo quedaba relegada a un segundo plano.

Isaac es distinto. Siempre fue más reservado, más callado. Cuando viene a casa, apenas habla. Se encierra en su cuarto o se va directo al hospital. A veces lo escucho llorar en silencio; perdió a su mejor amigo durante la pandemia y desde entonces carga una tristeza que no sé cómo aliviar.

Esa noche, mientras la tormenta arreciaba, me levanté para preparar café. El aroma llenó la cocina y por un momento sentí un poco de consuelo. Pensé en llamar a mi hermana Lucía en Guadalajara, pero recordé cómo terminó nuestra última conversación:

—Siempre te victimizas, Elena —me dijo—. Tus hijos tienen su vida. Déjalos ser.

¿Dejarlos ser? ¿Acaso una madre puede dejar de necesitar a sus hijos? ¿No es natural esperar que ellos también te busquen?

El teléfono vibró. Un mensaje de Isabella: “Perdón mamá, estoy ocupada. Hablamos luego.”

Me dolió más de lo que debería. Me senté frente a la ventana y vi cómo el agua formaba ríos en la calle de tierra. Recordé a mi madre, doña Carmen, sentada en su mecedora esperando a sus hijos cada Navidad. Yo juré que nunca dejaría que eso me pasara… pero aquí estaba, repitiendo la historia.

Al día siguiente, fui al mercado como cada jueves. Saludé a doña Rosa en la frutería y a don Ernesto en la carnicería. Todos me preguntaron por mis hijos; todos fingí sonreír.

—¿Y tus muchachos? —preguntó doña Rosa.
—Bien, trabajando mucho —mentí—. Ya sabes cómo es la juventud ahora.

Pero por dentro sentía un vacío imposible de llenar.

Esa tarde decidí visitar a Isaac en el hospital. Llevé tamales y atole, como cuando era niño. Lo encontré en la sala de descanso, con los ojos rojos y las manos temblorosas.

—¿Estás bien? —pregunté suavemente.
Él bajó la mirada.
—No sé si puedo seguir haciendo esto, mamá —susurró—. Todos los días veo morir gente… y siento que nadie lo entiende.

Me acerqué y lo abracé fuerte. Por un instante, sentí que volvía a ser mi niño pequeño. Pero enseguida se apartó y volvió al trabajo.

Regresé a casa con el corazón apretado. Pensé en Isabella y en cómo se alejaba cada día más. Decidí escribirle una carta:

“Hija,
No sé si algún día leerás esto o si solo será otro intento fallido de acercarme a ti. Te extraño. Extraño nuestras charlas, tus risas en la cocina, tus historias inventadas. Sé que tienes tu vida y tus sueños, pero yo también tengo los míos: uno de ellos eres tú.
Con amor,
Mamá”

La dejé sobre su cama vacía cuando fue a recoger unas cosas el domingo siguiente. Apenas cruzamos palabras; Rodrigo la esperaba afuera en el coche.

—¿Vas a quedarte un rato? —pregunté esperanzada.
Ella negó con la cabeza.
—No puedo, mamá. Tengo prisa.

La vi alejarse por la ventana y sentí una punzada de celos hacia ese muchacho que ahora ocupaba su corazón.

Pasaron semanas sin noticias suyas. Isaac seguía distante; Lucía dejó de llamarme después de una discusión sobre herencias familiares. Me sentí sola como nunca antes.

Una noche recibí una llamada inesperada de Isabella:
—Mamá… ¿puedo ir a verte?
—Claro hija, siempre puedes venir —respondí conteniendo las lágrimas.

Llegó tarde, con los ojos hinchados de llorar.
—Rodrigo me dejó —dijo apenas cruzó la puerta—. No tengo a dónde ir.

La abracé fuerte y lloramos juntas en silencio. Por primera vez en años sentí que volvía a tenerla conmigo.

Los días siguientes fueron extraños; Isabella estaba triste pero agradecida por mi compañía. Cocinamos juntas, vimos películas viejas y hablamos hasta la madrugada sobre todo lo que nos habíamos callado durante años.

—Perdóname mamá —me dijo una noche—. No sabía cuánto te necesitaba hasta ahora.

Yo también le pedí perdón por mis expectativas, por no entender sus silencios ni respetar sus espacios.

Isaac empezó a venir más seguido; juntos cenábamos como antes y poco a poco recuperamos algo del calor perdido.

Pero sabía que nada sería igual; los hijos crecen y los lazos cambian. Aprendí a soltar poco a poco mis expectativas y aceptar que el amor también se expresa en ausencias y silencios.

Hoy escribo esto mientras Isabella prepara café en la cocina y Isaac lee el periódico junto a mí. No sé cuánto durará esta paz ni si volverán los días de soledad… pero aprendí que los lazos invisibles de la familia pueden tensarse hasta casi romperse, pero rara vez desaparecen del todo.

¿Será que todas las madres esperamos demasiado de nuestros hijos? ¿O simplemente tememos quedarnos solas con nuestros recuerdos? ¿Ustedes qué piensan?