Luz tras la tormenta: 6:48 en Buenos Aires
—¡No me hables así, mamá! —grité, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mientras la cuchara temblaba en mi mano. El reloj marcaba las 6:48 y la luz del amanecer se filtraba, dorada y tímida, por la ventana de nuestra cocina en el barrio de Flores, Buenos Aires. Cada mañana, desde que tengo memoria, me levanto a esa hora exacta para preparar el mate y mirar cómo el sol pinta de esperanza el linóleo gastado del piso. Pero esa mañana no había esperanza. Solo rabia, cansancio y una pregunta que me quemaba por dentro: ¿por qué papá nos dejó?
Mi madre, Marta, se quedó inmóvil frente a la pileta, apretando los labios como si quisiera tragarse todas las palabras que nunca me dijo. Su espalda encorvada parecía más pequeña bajo la luz. —No empieces otra vez, Lucía —susurró—. Ya te dije que no es tema para hablar antes de ir al trabajo.
Pero yo ya no podía callar. Tenía 23 años y sentía que mi vida era una sucesión de días grises, de silencios incómodos y rutinas que no llevaban a ningún lado. Mi hermano menor, Tomás, dormía en el cuarto de al lado, ajeno a la tensión que llenaba la casa desde hacía años. Desde aquella noche en que papá se fue sin mirar atrás.
—¿Por qué nunca me contás la verdad? —insistí—. ¿Por qué tengo que enterarme por los vecinos que papá está vivo, que vive a unas cuadras y ni siquiera pregunta por nosotros?
Mamá se giró con los ojos rojos. —No sabés todo lo que pasó, Lucía. No sabés lo que fue para mí criar sola a dos hijos mientras él… —Se le quebró la voz—. No quiero hablar de eso ahora.
El silencio cayó como una losa. Afuera, los colectivos ya empezaban a rugir y los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas. Pero adentro solo se escuchaba el goteo del grifo y mi respiración agitada.
Esa mañana fui al trabajo en el hospital público con la cabeza llena de preguntas. Atendí pacientes, cambié sábanas y limpié heridas sin sentir nada. Todo era automático. Hasta que, en un descanso, mi amiga Rocío me abrazó fuerte.
—¿Otra vez soñaste con tu viejo? —me preguntó con ternura.
Asentí, incapaz de hablar. Rocío sabía todo: cómo papá se había ido una noche después de una pelea feroz con mamá; cómo nunca volvió a buscarnos; cómo yo lo veía a veces en la esquina del almacén y él bajaba la mirada.
—¿Y si lo buscás? —me susurró—. Capaz necesitás cerrar esa herida.
Esa tarde, después del trabajo, caminé hasta la dirección que me había dado una vecina chismosa. El corazón me latía tan fuerte que sentía que iba a explotar. Toqué el timbre de una casa humilde, con paredes descascaradas y un limonero en el patio.
Abrió una mujer desconocida. —¿Buscás a Ernesto? —preguntó, mirándome de arriba abajo.
—Sí… soy Lucía, su hija —dije casi en un susurro.
La mujer me dejó pasar sin decir palabra. Adentro olía a sopa y a cigarrillo. Papá estaba sentado frente a la tele, más viejo y cansado de lo que recordaba. Cuando me vio, se le cayó el control remoto de las manos.
—Lucía… —balbuceó—. ¿Qué hacés acá?
Me temblaban las piernas pero no podía irme. —Necesito respuestas —dije—. Necesito saber por qué nos dejaste.
Papá miró a la mujer (su nueva pareja, supuse) y luego bajó la cabeza. —No fue fácil… Tu mamá y yo… nos hacíamos daño. Yo no podía más.
Sentí una mezcla de bronca y tristeza. —¿Y nosotros? ¿No pensaste en Tomás y en mí?
Papá se tapó la cara con las manos. —Lo intenté… pero no supe cómo volver después de todo lo que pasó.
La conversación fue torpe, llena de silencios y reproches no dichos. Me fui con más preguntas que respuestas, pero también con una extraña sensación de alivio: al menos ya no era un fantasma.
Esa noche llegué a casa y encontré a mamá llorando en la cocina. Me senté a su lado y le tomé la mano.
—Lo vi —le dije—. Hablé con él.
Mamá no dijo nada durante un rato largo. Después suspiró hondo.
—Yo también tengo cosas que contarte —admitió—. No todo fue culpa suya… Yo también cometí errores.
Nos abrazamos llorando como nunca antes. Por primera vez sentí que podíamos empezar a sanar.
Las semanas siguientes fueron difíciles pero distintas. Empecé terapia; mamá también. Tomás al principio no quería saber nada pero después aceptó hablar con papá por teléfono.
La rutina siguió igual: el mate a las 6:48, el sol entrando por la ventana, los colectivos pasando por la avenida Rivadavia. Pero algo había cambiado adentro mío: ya no tenía miedo de buscar respuestas ni de enfrentar el dolor.
Hoy miro esa luz dorada cada mañana y pienso en todo lo que perdimos… pero también en lo que podemos recuperar si nos animamos a hablar, a perdonar, a reconstruir lo roto.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en silencios como el nuestro? ¿Cuántos hijos esperan una palabra o un abrazo que nunca llega? ¿Y si hoy fuera el día para empezar a sanar?