Mamá, préstame tu nombre: Cuando la fe es lo único que queda
—Mamá, por favor… sólo esta vez. Si no me ayudas, me van a quitar todo.
La voz de Julián temblaba, y sus ojos, esos mismos que vi abrirse por primera vez hace veintisiete años en el hospital público de San Juan de Lurigancho, ahora me miraban con una mezcla de súplica y vergüenza. Sentí que el corazón se me apretaba en el pecho. Afuera, los gritos de los vendedores ambulantes se mezclaban con el bullicio del tráfico, pero dentro de mi sala sólo existía ese silencio espeso entre madre e hijo.
—¿Sabes lo que me estás pidiendo? —le respondí, tratando de mantener la voz firme—. Un crédito a mi nombre… Julián, si no puedes pagarlo, ¿qué va a pasar con la casa? ¿Con tu hermana? ¿Conmigo?
Él bajó la cabeza. Vi cómo sus manos sudorosas jugaban con el llavero del club universitario que le regalé cuando terminó la secundaria. Pensé en su infancia, en los años en que soñaba con ser ingeniero y cambiarle la vida a la familia. Pero la vida aquí no es fácil. El trabajo escasea, los sueldos no alcanzan y las oportunidades parecen reservadas para otros.
—Mamá, te juro que esta vez sí. Es para invertir en un negocio con unos amigos. Si no lo hago ahora, pierdo todo lo que ya puse…
Sentí una punzada de rabia y tristeza. Recordé las veces que le presté dinero para cursos, para pagar deudas pequeñas, para salir de apuros. Siempre prometía que sería la última vez. Pero esta vez era diferente: era mi nombre, mi futuro, mi casa.
Esa noche no dormí. Me levanté varias veces a mirar el altar donde tengo la imagen del Señor de los Milagros y la Virgen de Guadalupe. Me arrodillé y recé como no lo hacía desde que mi esposo murió hace diez años. «Señor, dame sabiduría. No quiero fallarle a mi hijo, pero tampoco quiero perder lo poco que tenemos».
Al día siguiente, fui al mercado temprano. Mientras elegía tomates y cebollas para el almuerzo, escuché a Doña Rosa hablar con otra vecina sobre su hija, que también le pidió un préstamo para irse a Chile. «Uno hace todo por los hijos —decía— pero a veces ellos no entienden el peso que cargamos».
Me sentí menos sola, pero igual de confundida.
Esa tarde, Julián volvió a insistir. Esta vez estaba más nervioso.
—Mamá, si no me ayudas hoy mismo, pierdo todo. Ya hablé con el banco. Sólo falta tu firma.
—¿Y si no puedes pagar? —le pregunté—. ¿Qué pasa si te va mal?
—No va a pasar nada malo. Confía en mí.
Pero yo ya había aprendido que confiar no siempre es suficiente. Pensé en Lucía, mi hija menor, que aún está en el colegio y sueña con ser doctora. Pensé en la casa que tanto nos costó levantar, ladrillo por ladrillo, después del terremoto del 2007. Pensé en mi propio miedo: ¿sería una mala madre si le decía que no?
Esa noche discutimos fuerte. Julián gritó:
—¡Siempre dudas de mí! ¡Nunca crees que puedo salir adelante!
Yo lloré en silencio después de cerrar la puerta de mi cuarto. Sentí culpa por no poder ayudarlo y miedo por lo que podría pasar si lo hacía.
Pasaron los días y Julián dejó de hablarme. La casa se llenó de un silencio frío. Lucía me preguntaba qué pasaba y yo sólo podía decirle que eran cosas de adultos.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a mi vecina Doña Carmen rezar en voz alta por su hijo preso. «Dios mío, protégelo donde esté». Sentí un nudo en la garganta y volví a arrodillarme frente al altar.
—Señor —susurré—, ayúdame a decidir. No quiero perder a mi hijo ni perderme yo misma.
Esa noche soñé con mi esposo. Lo vi sentado en la mesa del comedor, sonriendo como antes del cáncer. Me miró y dijo: «No todo lo que brilla es oro, Rosa. Cuida lo que tienes».
Me desperté llorando. Sentí una paz extraña, como si ya supiera lo que debía hacer.
Al día siguiente busqué a Julián en su cuarto.
—Hijo —le dije—, te amo más que a nada en este mundo. Pero esta vez no puedo firmar ese crédito. No puedo arriesgar nuestra casa ni el futuro de tu hermana. No es porque no confíe en ti; es porque también tengo que protegerte de ti mismo.
Él me miró con rabia y dolor.
—¿Entonces prefieres perderme a mí?
Sentí un vacío enorme en el pecho.
—Prefiero perder tu enojo hoy antes que perderlo todo mañana.
Julián salió dando un portazo. No volvió esa noche ni la siguiente. Lucía lloró conmigo en la cocina mientras preparábamos arroz con pollo para dos.
Pasaron semanas antes de volver a saber de él. Un día llegó con los ojos hinchados y la voz rota:
—Perdón, mamá… Me metí en problemas por confiar en gente equivocada. Si hubieras firmado…
Lo abracé fuerte y lloramos juntos mucho rato.
Hoy todavía lucho con la culpa y el miedo de haberlo defraudado. Pero también siento una paz nueva: hice lo correcto aunque doliera. La fe me sostuvo cuando sentí que todo se derrumbaba.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres latinoamericanas han tenido que elegir entre ayudar a sus hijos o protegerlos de sí mismos? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?