Mamá, ya no puedo más: Las llaves de mi casa ya no son tuyas

—¡Iván! ¿Otra vez esa mujer cocinando en mi cocina? —gritó mi mamá desde la puerta, con ese tono que me hacía sentir como un nene de diez años, aunque ya pasara los treinta.

Me quedé quieto, con el cuchillo en la mano y la cebolla a medio picar. Leila, mi esposa, me miró con esos ojos grandes y oscuros llenos de tristeza y resignación. No era la primera vez. Ni sería la última si yo seguía callando. Mi mamá, Anahí, había tenido las llaves de nuestra casa desde el primer día que nos mudamos. «Por si pasa algo», decía. Pero en realidad era por si pasaba algo que ella no aprobara.

—Mamá, por favor… —intenté calmarla, pero ella ya estaba dentro, revisando la olla, criticando el olor, el color, hasta la manera en que Leila cortaba las verduras.

—¡Así no se hace el guiso! —sentenció—. ¿No te enseñaron nada en tu casa?

Leila apretó los labios y se fue al dormitorio. Yo sentí una punzada en el pecho. ¿Hasta cuándo iba a permitir esto? ¿Hasta cuándo iba a dejar que mi mamá humillara a la mujer que amo?

Esa noche, después de que mi mamá se fue —dejando tras de sí un aire denso y palabras hirientes flotando en el ambiente—, Leila me miró con lágrimas en los ojos.

—Iván, yo te amo, pero no puedo más. No quiero vivir así. No quiero criar a nuestra hija en este clima —me dijo, acariciándose la panza apenas redondeada por los tres meses de embarazo.

Me sentí el peor hombre del mundo. ¿Cómo elegir entre la mujer que me dio la vida y la mujer con la que quería construir una nueva?

Crecí en una casa donde la palabra de mamá era ley. Mi papá se fue cuando yo tenía ocho años y desde entonces Anahí se encargó de todo: del trabajo, de la comida, de los gritos y también del cariño. Pero su amor era como una soga: apretaba fuerte y no dejaba espacio para respirar.

Leila venía de otra realidad. Su familia era del interior, de Santiago del Estero. Gente sencilla, cálida, que te abrazaba sin juzgarte. Cuando nos casamos, pensé que mi mamá iba a cambiar. Que iba a aceptar a Leila como una hija más. Pero nunca ocurrió.

Los meses pasaron y las visitas de mi mamá se volvieron más frecuentes y más invasivas. Un día llegó sin avisar y encontró a Leila hablando por teléfono con su mamá. Se puso furiosa.

—¿Otra vez hablando con esa gente? ¡Acá las cosas se hacen como yo digo! —gritó.

Esa noche dormimos separados. Yo en el sillón, Leila en la cama. Sentí que estaba perdiendo todo lo que había soñado.

Un domingo al mediodía, mientras preparábamos empanadas para el almuerzo familiar, mi mamá entró sin tocar la puerta. Se puso a revisar la heladera y empezó a tirar cosas a la basura.

—Esto está vencido. Esto no sirve. ¿Cómo vas a alimentar a tu hijo así? —me reprochó delante de todos.

Leila se fue al baño a llorar. Mi suegra, que había venido de visita, me miró con compasión y me dijo bajito:

—Hijo, uno tiene que poner límites. Si no lo hacés vos, lo va a hacer la vida.

Esa frase me quedó retumbando en la cabeza toda la tarde. ¿Y si tenía razón? ¿Y si estaba perdiendo a mi familia por miedo a enfrentar a mi mamá?

Esa noche no dormí. Me levanté varias veces al baño solo para ver si Leila seguía ahí o si ya había hecho las valijas. Al amanecer tomé una decisión.

Llamé a mi mamá por teléfono.

—Mamá, necesito hablar con vos —le dije con voz temblorosa.

—¿Qué pasa ahora? ¿Otra vez esa mujer te llenó la cabeza?

—No, mamá. Esta vez es cosa mía.

Nos encontramos en el bar de la esquina. Ella llegó con su tapado gris y su mirada dura.

—Decime rápido qué pasa —me apuró.

Saqué las llaves de mi casa del bolsillo y las puse sobre la mesa.

—Mamá… ya no podés entrar cuando quieras. Necesito que respetes nuestro espacio. Leila está embarazada y yo… yo quiero ser un buen padre y un buen marido. No puedo seguir así.

Ella me miró como si le hubiera clavado un puñal.

—¿Así me pagás todo lo que hice por vos? ¿Por una mujer que ni siquiera sabe hacer un guiso?

Sentí un nudo en la garganta pero no podía dar marcha atrás.

—Te amo, mamá. Pero ahora tengo otra familia. Y necesito cuidarla.

Ella se levantó sin decir palabra y se fue dejando las llaves sobre la mesa.

Volví a casa con el corazón hecho trizas. Leila me abrazó fuerte cuando le conté lo que había pasado. Lloramos juntos mucho rato. Por fin sentí que había dado el paso correcto, aunque doliera como nunca antes.

Pasaron semanas sin noticias de mi mamá. La casa se sentía extraña sin sus visitas intempestivas, pero también más liviana. Empezamos a reír más, a hablar más bajo, a soñar con el futuro sin miedo.

El día que nació nuestra hija, Sofía, llamé a mi mamá desde el hospital.

—Mamá… nació Sofi —le dije con voz temblorosa.

Ella llegó al rato, con los ojos hinchados pero una sonrisa tímida en los labios. Miró a Leila y le acarició la mano sin decir nada. Miró a Sofía y susurró:

—Bienvenida, nietita…

No sé si algún día todo volverá a ser como antes. Pero aprendí que uno puede amar mucho sin dejarse destruir por ese amor.

A veces me pregunto: ¿Cuándo es justo poner límites a quienes más amamos? ¿Cuántos sacrificios valen realmente la pena para mantener unida a una familia?