Manzanas de mi destino: el regreso a San Jacinto
—¿Para qué volviste, Lucía? Aquí ya no queda nada para ti.
La voz de mi madre, doña Carmen, retumbó en el patio mientras yo, con las manos llenas de tierra, recogía las manzanas caídas bajo el árbol más viejo del huerto. El aire olía a fruta madura y a resentimiento. Habían pasado ocho años desde que me fui de San Jacinto, un pueblo perdido en los valles de Michoacán, buscando una vida mejor en la ciudad de México. Pero ahora estaba aquí, de rodillas en la tierra que me vio nacer, preguntándome si alguna vez podría volver a pertenecer.
—No sé, mamá —le respondí sin mirarla—. Tal vez porque extraño lo que fuimos. O porque allá tampoco encontré lo que buscaba.
Ella suspiró, cansada, y se apoyó en el marco de la puerta. La casa parecía más pequeña, más vieja, como si el tiempo se hubiera ensañado con ella igual que con nosotras. Las paredes encaladas estaban llenas de grietas y el techo de tejas lloraba goteras cada vez que llovía. Pero lo que más dolía era el silencio: ya no se escuchaban las risas de mis hermanos ni los gritos de mi padre llamándonos para la cena.
—¿Y qué piensas hacer con todas esas manzanas? —preguntó mi madre, cruzando los brazos—. Ya nadie viene a comprarlas. Los jóvenes se fueron y los viejos apenas pueden caminar.
Me quedé callada. Recordé las tardes en que mi padre, don Ernesto, nos enseñaba a podar los árboles y a distinguir las variedades por el color y el aroma. Él murió hace tres años, solo, mientras yo trabajaba en un call center en la ciudad. No pude despedirme. Mi madre nunca me lo perdonó.
—Quizá podríamos hacer mermelada —sugerí, intentando sonar optimista—. O venderlas en el mercado de Apatzingán.
Mi madre soltó una risa amarga.
—¿Y quién va a ayudar? ¿Tú? ¿La señorita licenciada que ya no sabe ni cómo se pela una manzana?
Sentí el golpe en el pecho. No respondí. Me limité a seguir recogiendo las frutas, una por una, mientras el sol caía sobre mis hombros. El pueblo estaba vacío; las casas vecinas tenían puertas cerradas y ventanas rotas. Solo quedaban los perros callejeros y el eco de lo que alguna vez fue una comunidad viva.
Esa noche cenamos en silencio. Mi madre sirvió frijoles refritos y tortillas duras. Yo miraba sus manos arrugadas, manchadas por años de trabajo en el campo. Quise decirle que la admiraba, que lamentaba haberme ido, pero las palabras se atoraron en mi garganta.
—¿Recuerdas cuando papá hacía sidra con las manzanas verdes? —pregunté al fin, buscando un puente entre nosotras.
Ella bajó la mirada.
—Él sí sabía aprovechar lo poco que teníamos —dijo—. No como otros.
Me mordí los labios para no llorar. Subí a mi cuarto —mi antiguo cuarto— y me tumbé en la cama, mirando el techo agrietado. Afuera, los grillos cantaban y el viento movía las ramas del manzano contra la ventana. Pensé en mis hermanos: Juan se fue a Estados Unidos hace cinco años; nunca volvió. Mariana vive en Monterrey y apenas llama una vez al mes. Yo era la única que había regresado, aunque no sabía si para quedarme o solo para enfrentar mis fantasmas.
Al día siguiente salí temprano al pueblo. Caminé por las calles polvorientas, saludando a las pocas caras conocidas: don Hilario, el panadero; doña Lupita, que vendía flores en la esquina; el padre Tomás, siempre con su sotana raída y su sonrisa triste.
—Lucía, hija —me dijo don Hilario—, qué milagro verte por aquí. ¿Te vas a quedar?
No supe qué responderle. Todos me miraban como si esperaran algo de mí: una promesa, una solución, una esperanza. Pero yo solo era una mujer cansada, llena de culpas y dudas.
Esa tarde encontré a mi madre sentada bajo el manzano más grande del huerto. Tenía una foto vieja en las manos: era yo, con seis años, subida a una escalera mientras mi padre me sostenía por la cintura para alcanzar las manzanas más altas.
—¿Por qué te fuiste? —me preguntó sin mirarme—. ¿Por qué nos dejaste solos?
Sentí un nudo en la garganta.
—Porque tenía miedo —confesé—. Porque sentía que aquí no había futuro para mí… pero allá tampoco lo encontré. Solo aprendí a extrañar todo esto: el olor de las manzanas, tu voz llamándome para cenar…
Mi madre guardó silencio largo rato. Luego me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Yo también te extraño —susurró—. Pero no sé cómo perdonarte.
Nos abrazamos bajo el árbol, llorando juntas por todo lo perdido: los años ausentes, los sueños rotos, la familia dispersa por culpa del abandono rural que azota a tantos pueblos como el nuestro.
Esa noche decidimos hacer mermelada con las manzanas sobrantes. Invitamos a doña Lupita y a otras vecinas; entre risas y lágrimas pelamos fruta y compartimos historias del pasado. Por un momento sentí que San Jacinto volvía a latir con vida propia.
Pero al terminar la jornada, cuando todas se fueron y quedamos solas frente a los frascos alineados sobre la mesa, mi madre me miró con una mezcla de orgullo y tristeza.
—Quizá aún hay algo por salvar aquí —dijo—. Pero necesitamos ayuda…
Yo asentí. Pensé en mis hermanos lejos, en los jóvenes que sueñan con irse porque aquí no hay oportunidades ni futuro. Pensé en mi propio miedo al fracaso y al regreso.
Ahora escribo estas líneas desde la cocina donde aprendí a soñar y a temer al mismo tiempo. Me pregunto si es posible reconstruir lo perdido o si solo nos queda aprender a vivir con las ausencias.
¿Ustedes qué harían? ¿Volverían al pueblo para intentarlo todo otra vez o seguirían buscando su destino lejos de casa?