Marea de Decisiones: El Diario de Oli

–¡Agata, no estoy de acuerdo, ¿me oyes?! Apenas tienes dieciocho años. No entiendes… –Mi voz temblaba, pero no podía dejar de alzarla. Llevábamos horas discutiendo en la cocina, el reloj marcaba las once y la casa olía a café recalentado y a rabia contenida.

–¡La que no entiende eres tú! Todos van a ir, y yo como siempre, no puedo –me respondió Agata, cruzada de brazos, con los ojos llenos de lágrimas y furia. Su mochila azul ya estaba lista junto a la puerta, como si la decisión dependiera solo de ella.

–¿Quiénes son todos? ¿Tu Zulema? ¿La mamá de Zulema le permite todo…? –le lancé, sabiendo que era injusto comparar, pero incapaz de detenerme.

–¡No es solo Zulema! También va Camila, y hasta Rodrigo, mamá. ¡Rodrigo! Su mamá ni siquiera preguntó a dónde iban. ¿Por qué tú siempre tienes que ser diferente?

Me quedé callada un segundo. La voz de mi madre resonó en mi cabeza: “Las niñas decentes no andan solas por ahí”. Pero esto era 2023, no 1985 en el barrio San Martín de Medellín donde crecí. Aun así, el miedo era el mismo. El mar estaba lejos, pero los peligros parecían estar en cada esquina.

–Agata, no es por ti… Es este país, esta ciudad. ¿Sabes cuántas chicas desaparecen cada año? ¿Sabes lo que es recibir una llamada a las tres de la mañana…? –Mi voz se quebró. No quería llorar frente a ella, pero sentí el nudo en la garganta.

–¡Siempre lo mismo! ¡Siempre el miedo! Yo no soy tú, mamá. No quiero vivir encerrada –me gritó y salió corriendo al patio, dejando la puerta abierta y el aire frío entrando a la casa.

Me senté en la mesa y abrí mi diario. “Hoy discutí con Agata otra vez. No sé cómo explicarle que mi miedo no es desconfianza, sino amor. ¿Cómo se le enseña a una hija a cuidarse sin cortarle las alas?”

El teléfono sonó. Era mi hermana Lucía desde Buenos Aires.

–Oli, ¿todo bien? Te escucho rara…

–Es Agata. Quiere irse al mar con sus amigos. Sola… Bueno, sin adultos.

Lucía suspiró al otro lado del mundo.

–Oli, tienes que soltarla un poco. Yo sé que aquí es distinto, pero allá…

–¿Distinto? Aquí matan por un celular, Lucía. Aquí las chicas desaparecen y nadie pregunta nada.

–Pero si no la dejas ir nunca, va a aprender a mentirte para poder vivir. ¿Eso quieres?

Colgué sin responderle. Me dolía admitirlo, pero tal vez tenía razón. Recordé cuando tenía la edad de Agata y mi mamá me prohibió ir al río con mis amigas porque “las niñas decentes no se mojan el cabello en público”. Yo también lloré esa noche. Pero después entendí que su miedo venía de algo más profundo: la guerra, la pobreza, los hombres armados en las esquinas.

Agata volvió al rato. Sus ojos estaban hinchados y traía una carta doblada en la mano.

–Mamá…

–¿Sí?

–No quiero pelear más contigo. Solo quiero que confíes en mí. Mira… –me entregó la carta. Era una autorización para el viaje, firmada por todos los padres menos yo.

–¿Y si te pasa algo? ¿Quién me lo va a devolver?

–Nada me va a pasar. Vamos en bus con el colegio. Hay profesores y todo está organizado. Solo quiero ver el mar una vez en mi vida…

Me quedé mirando sus manos temblorosas. Recordé cuando yo también soñaba con ver el mar y nunca pude porque siempre había algo más urgente: el trabajo, el dinero, el miedo.

Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que le dije “no” por miedo a perderla y en todas las veces que ella me miró como si yo fuera su carcelera y no su madre.

A la mañana siguiente preparé café y arepas como siempre. Agata bajó en silencio.

–¿Vas a firmar o no?

Le extendí la hoja y un bolígrafo.

–Te voy a firmar, pero prométeme que me vas a llamar cada noche y que vas a estar pendiente de tus cosas.

Sus ojos se llenaron de lágrimas otra vez, pero esta vez eran diferentes.

–Te lo prometo, mamá.

La abracé fuerte. Sentí su corazón latiendo rápido contra mi pecho y supe que ese era el momento de dejarla ir un poco para que pudiera volver entera.

El día del viaje la acompañé hasta el bus. Había padres riendo y tomando fotos, pero yo solo podía mirar su rostro iluminado por la emoción. Cuando subió al bus me miró por la ventana y me lanzó un beso.

Me quedé parada hasta que el bus desapareció entre el humo y los gritos de los chicos. Caminé de regreso a casa sintiéndome vacía y llena al mismo tiempo.

Esa noche escribí en mi diario: “Hoy aprendí que amar también es soltar. Que nuestros miedos no pueden ser cadenas para quienes amamos”.

Ahora espero su llamada cada noche, temblando un poco cuando tarda en llegar. Pero también sonrío cuando escucho su voz contando historias del mar, del viento salado y de las olas rompiendo contra sus pies.

¿Será este el precio de ser madre? ¿Aprender a vivir con el corazón dividido entre el miedo y la esperanza? ¿Ustedes también sienten ese vértigo cuando sus hijos empiezan a volar solos?