Más cerca de mi suegra que de mi propia madre: la verdad amarga de mi vida
—¿Por qué lloras, hija? —me preguntó Doña Carmen mientras me servía un café caliente en la cocina de su casa en Medellín. Sus manos, arrugadas pero firmes, me acariciaron el hombro con una ternura que jamás sentí de mi propia madre. En ese momento, el nudo en mi garganta se deshizo y las lágrimas corrieron sin control.
No era la primera vez que buscaba refugio en casa de mi suegra. Desde que me casé con Andrés, su hijo mayor, Doña Carmen se convirtió en mi verdadero sostén. Mi madre biológica, Lucía, siempre estuvo demasiado ocupada con sus propios problemas: su trabajo, sus amigas, sus novelas turcas y sus eternos reclamos contra la vida. Yo era apenas un eco en su rutina, una obligación más que cumplir.
Recuerdo una tarde lluviosa cuando tenía doce años. Había ganado el primer lugar en el concurso de poesía del colegio y corrí emocionada a casa para contarle a mi mamá. Ella ni siquiera levantó la vista del televisor. “Muy bien, Valeria, pero bájale el volumen a tu alegría que me duele la cabeza”, me dijo. Esa frase se quedó grabada en mi memoria como una cicatriz invisible.
Años después, cuando conocí a Andrés en la universidad y me llevó por primera vez a su casa, sentí algo diferente. Doña Carmen me recibió con un abrazo cálido y una sonrisa sincera. “Aquí siempre hay espacio para una hija más”, me dijo. Yo no entendía lo que significaba tener una madre así hasta ese momento.
Mi relación con Lucía se fue enfriando aún más cuando me mudé con Andrés. Ella apenas llamaba para saber si estaba viva o si necesitaba algo. Pero cuando se enteró de que pasaba más tiempo con Doña Carmen, su orgullo se sintió herido. “¿Ahora resulta que tienes otra mamá?”, me reclamó un día por teléfono, con esa voz fría y cortante que usaba cuando estaba molesta.
—No es eso, mamá… —intenté explicarle—. Es solo que Doña Carmen me ayuda mucho y…
—¡Pues quédate con ella! —me interrumpió—. A ver si te aguanta tanto como yo te aguanté todos estos años.
Colgó sin esperar respuesta. Sentí un vacío enorme, pero también una extraña liberación. ¿Por qué tenía que seguir mendigando el cariño de alguien que nunca quiso dármelo?
Con el tiempo, Doña Carmen se volvió mi confidente. Me enseñó a cocinar arepas como las hacía su abuela en Antioquia, me acompañó al médico cuando tuve miedo de perder a mi primer hijo y fue la primera en llegar al hospital cuando nació mi hija Mariana. Mi madre biológica llegó dos días después, con un ramo de flores marchitas y una excusa cualquiera.
La familia de Andrés notó la distancia entre Lucía y yo. En cada reunión familiar, Doña Carmen se aseguraba de sentarme a su lado y presentarme como “su otra hija”. Mis cuñadas solían bromear: “Valeria es la preferida de mamá”. Yo sonreía, pero por dentro sentía una mezcla de culpa y alivio.
Un día, durante la Navidad, Lucía apareció sin avisar en casa de Doña Carmen. La tensión se podía cortar con un cuchillo. Mi madre miró todo con desdén: el árbol decorado con esferas hechas a mano, los buñuelos recién fritos, los nietos corriendo por la sala.
—Veo que aquí sí te sientes en familia —me dijo en voz baja mientras todos brindaban.
—Mamá…
—No te preocupes —me interrumpió—. Ya entendí mi lugar.
Esa noche lloré en silencio mientras Andrés dormía. ¿Era yo la mala hija por buscar en otra mujer lo que nunca recibí de la mía? ¿O era simplemente humana por necesitar amor?
Los años pasaron y la salud de Doña Carmen empezó a deteriorarse. La acompañé a cada consulta médica, le leí sus novelas favoritas y le prometí que nunca estaría sola. Cuando falleció, sentí que una parte de mí también moría. En el funeral, Lucía se acercó a mí por primera vez en mucho tiempo.
—Lamento tu pérdida —me dijo sin mirarme a los ojos.
—Gracias —respondí—. Ella fue como una madre para mí.
Lucía asintió en silencio y se alejó entre los asistentes. No hubo abrazo ni palabras de consuelo. Solo un vacío más profundo que antes.
Hoy, mientras veo a Mariana jugar en el parque y pienso en todo lo vivido, me pregunto si algún día podré perdonar a Lucía o si ella podrá perdonarse por no haber estado presente. A veces siento rabia, otras veces tristeza… pero sobre todo gratitud por haber encontrado a Doña Carmen en mi camino.
¿Es posible elegir a nuestra verdadera familia? ¿Cuántos de ustedes han sentido más amor fuera de casa que dentro? Los leo…