Me levantaré — para que nadie se quede con lo mío: La historia de la abuela Carmen
—¡No puede ser! —escuché el murmullo desde la cocina, aunque apenas podía moverme en la cama. Mi nuera, Mariana, cuchicheaba con mi hija Lucía. Creían que yo dormía, pero el insomnio de los viejos es traicionero.
—Te juro que vi a don Ernesto hablando muy cerquita con esa señora del mercado, la que vende flores —decía Mariana, bajando la voz como si el secreto fuera demasiado pesado para el aire de nuestra casa en San Juan del Río.
Mi corazón, ya cansado y lento, dio un brinco. Ernesto, mi esposo por más de cincuenta años, ¿coqueteando? ¿A estas alturas? Sentí una mezcla de rabia y humillación. No era la primera vez que escuchaba rumores, pero ahora, postrada en la cama desde hacía semanas por una neumonía que casi me lleva al otro lado, me dolió más.
Me había rendido. Había dejado de pelear. Ni siquiera tenía fuerzas para mirar por la ventana y ver el jacarandá floreciendo. Pero ese día, esas palabras me atravesaron como un rayo. No era solo el miedo a perder a Ernesto; era el miedo a perder mi dignidad, a convertirme en un fantasma en mi propia casa.
—¿Y si es cierto? —preguntó Lucía, mi hija mayor, con voz temblorosa—. ¿Y si papá ya no quiere a mamá?
No pude más. Me incorporé en la cama con un esfuerzo sobrehumano y grité:
—¡Aquí estoy! ¡No estoy muerta ni sorda!
El silencio cayó como una losa. Mariana y Lucía corrieron a mi lado. Sus rostros eran una mezcla de susto y alivio.
—Mamá, no te esfuerces…
—¿Por qué no? ¿Para qué quieren que siga aquí si ya me dan por acabada? —les respondí con voz ronca.
Mariana bajó la mirada. Lucía me tomó la mano.
—No digas eso, mamá. Solo queremos que descanses.
—¿Descansar? ¿Mientras mi marido anda de galán por el mercado? ¡Jamás! —sentí cómo la rabia me devolvía la vida.
Esa tarde, cuando Ernesto llegó a casa con su paso lento y su sombrero viejo, lo esperé sentada en la sala. Él se sorprendió al verme fuera de la cama.
—Carmen… ¿qué haces aquí?
—Viviendo, Ernesto. Viviendo para que nadie se quede con lo mío —le respondí sin rodeos.
Él se quedó callado, mirándome con esos ojos oscuros que tantas veces me hicieron suspirar y otras tantas llorar. Se sentó frente a mí y suspiró.
—¿Otra vez los chismes?
—No son solo chismes cuando tu propia familia empieza a dudar —le dije, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con salir.
Él me tomó las manos, temblorosas y frías.
—Carmen, después de todo lo que hemos pasado… ¿crees que te cambiaría por unas flores del mercado?
No supe qué responder. Me sentí vieja y tonta por un momento, pero también orgullosa de no dejarme vencer tan fácil.
Esa noche no dormí. Pensé en mi vida: en los años de sacrificio, en los hijos criados entre carencias y alegrías, en las veces que Ernesto y yo peleamos por tonterías y también por cosas serias. Recordé cuando él se fue a trabajar a la capital y yo me quedé sola con los niños; cuando regresó meses después con regalos baratos y promesas nuevas. Siempre hubo rumores, siempre hubo dudas. Pero también hubo amor.
Al día siguiente, decidí levantarme temprano. Me puse mi vestido azul —el que usé para la boda de Lucía— y peiné mi cabello canoso con esmero. Bajé a desayunar con todos.
—¿Qué milagro? —preguntó mi nieto Diego, sorprendido al verme sentada en la mesa.
—El milagro de no dejarse morir antes de tiempo —le respondí con una sonrisa torcida.
La familia entera me miraba como si fuera un fantasma. Pero yo sentía que volvía a ser yo misma. Preparé café para todos y hasta regañé a Mariana porque el arroz estaba salado.
Los días pasaron y fui recuperando fuerzas poco a poco. Salía al patio a regar las plantas, barría la entrada y hasta fui al mercado con Ernesto. Caminamos juntos entre los puestos coloridos; saludé a la señora de las flores con una sonrisa desafiante. Ella me devolvió una mirada curiosa, pero no dijo nada.
Esa noche, mientras Ernesto leía el periódico en la sala, me senté a su lado.
—¿Sabes qué es lo peor de envejecer? —le pregunté.
Él bajó el periódico y me miró serio.
—Que todos creen que ya no importas —le dije—. Que tus hijos te ven como una carga, que tu esposo puede buscar consuelo en otra parte porque ya no eres joven ni bonita.
Ernesto dejó el periódico sobre sus rodillas y me abrazó fuerte.
—Tú siempre has sido mi fuerza, Carmen. Si alguna vez dudaste de eso, perdóname.
Lloré en silencio sobre su hombro. No era solo miedo a perderlo; era miedo a perderme a mí misma.
Con el tiempo, las cosas volvieron a su cauce. La familia dejó de hablar en susurros cuando pasaba cerca; mis nietos venían a pedirme consejos como antes; Ernesto y yo retomamos nuestras caminatas vespertinas por el barrio. Pero algo había cambiado en mí: ya no estaba dispuesta a dejarme vencer tan fácil por los rumores ni por la enfermedad ni por el olvido.
A veces pienso en todas las mujeres mayores que conozco: vecinas, amigas del club de costura, señoras del mercado. Cuántas habrán sentido ese mismo miedo al abandono, esa rabia silenciosa cuando sienten que su vida ya no les pertenece.
Hoy miro al espejo y veo mis arrugas como medallas de guerra. No sé cuánto tiempo me queda, pero sé que cada día es mío mientras yo decida pelearlo.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que los daban por vencidos antes de tiempo? ¿Qué harían si tuvieran que levantarse para defender lo suyo?